TILINGUERÍAS II


               Habíamos hablado hace ya algunas semanas de ciertas actitudes tilingas que tenemos con el idioma, producto de cierto ego sobrador que en general desnuda una confianza raquítica en nosotros mismos. Aunque, bueno, no sólo pasa con las palabras, pasa con las actividades más variadas, desde el comercio, pasando por la educación y se hace fuerte en los medios que tienen alcance nacional pero que marcan una fuerte idiosincrasia porteña.  También dijimos que eso se vislumbra en determinadas clases sociales que creen, al igual que aquellas que Lucio V. López  retratara hace más de un siglo, que da prestigio hablar cierta jerigonza idiomática, producto de la mezcla con términos no castellanos.

               Así, antes sabíamos que en los comercios se hacían “liquidaciones de fin de temporada” ahora los carteles dicen “sale”, mi vecina concurría a las grandes tiendas a ver qué había en la sección “saldos y retazos”, y ahora queda desconcertada ya que hay “outlet”. Generalmente en el comercio, que juega a construir una imagen, es donde esta ansia de prestigio idiomático resalta con mayor nitidez y fuerza. Así ya no tenemos “nuestro salón de ventas o exposiciones”, ahora los invitamos a pasar por “nuestro showroom”, es lo mismo, pero...no es lo mismo. Mi otra vecina no tiene un “entrenador personal” o un profe de educación física para perder los kilos que la playa le legó, tiene un “personal trainer”, aunque de inglés mi vecina sabe lo que yo de plantar cebollas. 

               Hay una anécdota famosa con respecto a nuestra tilinguería idiomática. La protagoniza Sarmiento, quien en un ciclo de conferencias sobre Shakespeare, se le ocurrió pronunciarlo a la manera nuestra, tal como se lee, lo que provocó la hilaridad del auditorio. Ante esto, el más egocéntrico de nuestros intelectuales, continuó su exposición íntegramente  en inglés, para desesperación de los concurrentes que de inglés sabían nada más que la fonética de algunos apellidos célebres.
               Las lenguas también se van construyendo mediante préstamos de otras lenguas, pero esos préstamos responden a una necesidad debido a que el término en español no existe y hay que adoptar uno de otro idioma. Si nos remontamos a la historia nuestra deuda con el árabe es inmensa, y en la actualidad los préstamos aparecen en gran cantidad en el mundo de la informática, un mundo dominado básicamente por el inglés y en el que el español tiene pocos términos nativos, en ese caso se justifica y muy bien la adopción de estas palabras, y en muchas ocasiones se las castellaniza, por ejemplo de “computer” derivamos “computadora”.

               Y no es que uno se haya vuelto un rancio defensor del idioma y pretenda que se hable como el español del Siglo de Oro; nada más lejos de esta intención, ya que las lenguas cambian inevitablemente como la realidad que nombran, pero una cosa es un cambio en la lógica misma del sistema y otra es adoptar sin ton ni son palabras extranjeras, actitud que la sociolingüística ha explicado muy bien y que desnuda cierto complejo de inferioridad como sociedad hispanohablante con respecto a otras lenguas. Desnuda también la carencia de una política lingüística adecuada en nuestro país que concientice sobre la inconveniencia del uso de términos extranjeros cuando no son necesarios.

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