OLIMPO


Cuenta Hesíodo en su genealogía de los dioses griegos que la morada divina estaba en el monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia. Así lo creyeron por siglos los griegos, hasta que el monte fue explorado y en sus laderas y en su cima nada había de las viviendas de cristal en las que vivían los dioses, ni por allí andaban coléricos Zeus y Hera en una de sus incontables disputas de pareja. El Olimpo perdió su encanto y se convirtió en una montaña terrenal.
Algo similar ocurrió cuando a fines del siglo XV los europeos llegaron a América. En cierto sentido se clausuró todo un mundo imaginario que hablaba de misterios impensados allende los mares. América trajo a los europeos nuevas maravillas y secretos; pero también trajo un límite: el de los viajes maravillosos, el de criaturas mitológicas y seres inverosímiles que ya no podrán surcar por la imaginación de los hombres europeos.
También el cielo cristiano con sus estadios y su escala ascendente, que culminaba en el Cielo de los cielos, en el que habitaba el Creador, sufrió un golpe mortal cuando la ciencia y la tecnología develaron que su conformación era muy diferente de la rigidez teológica, casi su opuesto, ya que todo en él es dinamismo.
Y sin embargo…el Olimpo sigue siendo un sitio que está más allá de la montaña ubicada en Macedonia, transformado  en  un lugar que vive en la imaginación de todos los que pasamos horas—gracias a Homero—desde  nuestra atalaya palpitando la guerra de Troya o en el velamen con el que  Odiseo regresó a su Ítaca. La literatura griega salva para siempre el monte Olimpo como el lugar habitado por los dioses; la Biblia y  sus prolongaciones salva al Cielo cristiano trocándolo en un lugar simbólico, quizás más concreto para muchos que la bóveda celeste. Si América clausuró para siempre el viaje desmesurado impulsado por la imaginación, se trocó para otros en el territorio de nuevos mitos y utopías, de ilusiones y búsquedas a lo largo de la historia.
Te preguntarás adónde terminarán estas descaminadas volteretas con pretensiones de coherencia. Pues aquí. En el Olimpo que vive con vos y conmigo. Porque yo tuve un Olimpo—quizás igual al tuyo--,  allá lejos y estaba cubierto de diosas generosas y pacientes, que no nos alimentaban de ambrosía, pero que nos preparaban las tostadas con miel y manteca y la leche recién ordeñada más sabrosa del mundo. También había dioses enormes, fuertes, heroicos que nos llevaban por el aire, sobre sus hombros, en excursiones por el campo que olía a jarillas o nos hacían partícipes de sus destrezas singulares en faenas rurales.
Nos sentíamos inmortales y  creíamos que nuestros dioses y diosas familiares también lo eran,  hasta que el tiempo nos reveló que se hacían menos fuertes, más endebles, vulnerables, con arrugas nuevas y dolores porfiados.  En algún momento dejamos de ser inmortales, pero el recuerdo de haberlo sido compensa muchas tardes de melancolía.
Porque el Olimpo también fue una casa, un pueblo, un amor, un amigo, un sitio inolvidable; y un día descubrimos quizás que esa casa es una sombra, que el pueblo añorado es un caserío destemplado y polvoriento, que un amor, un amigo son apenas silencios piadosos y el sitio inolvidable es un montón de hojas secas. Y sin embargo, a pesar del desencanto, seguimos conservando un monte Olimpo que va con nosotros y en el que habitan dioses con caras tutelares, paisajes llenos de ambrosía, sueños tibios, juegos infinitos,...y el tiempo como una lenta enredadera.   

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