CEREZOS


La naturaleza a veces se asocia a los calendarios humanos. Y en este tiempo de vacilante primavera recorrer el jardín de los cerezos es simplemente entrar en el territorio de la belleza despojada de toda racionalidad, una belleza sin por qué.  Es difícil decir algo ante esos innumerables racimos de flores blancas y antenitas amarillas que esparcen su aroma sutil e inundan el lugar desde el que escribo estas líneas. Amo los cerezos. Me gusta la planta y su particular color, las flores blancas y aromáticas y el fruto dulce. Pienso en mis árboles y no me imagino el jardín sin ellos, como tampoco se lo imaginaba Chéjov y la familia Ranevskaia al enterarse que para pagar sus deudas, “el jardín de los cerezos” tendría que ser talado o rematado.

Desde mi ventana contemplo uno de los árboles, lentamente los cinco pétalos blancos están mutando hacia un color crema y las hojas, a la manera de crisálidas, van poblando las ramas. No las veo, pero si me acercara, sé que descubriría diminutas pepitas verdes que comienzan a hincharse y allá por noviembre vestirán al árbol de frutos rojos como si fuese un árbol  navideño. Curiosamente este año sus flores perduran más de lo debido, y ya el prodigio lleva más de dos semanas. 

Hablo de prodigio porque si hay algo que caracteriza a la delicada flor del cerezo, es su vida efímera. Rara vez sobreviven más de diez días. En la mayoría de los casos, la flor muere joven—a  la manera de los antiguos héroes griegos como Aquiles--, dispersada por el viento o las lluvias. Rara vez asistimos a su decadencia, a su marchitez. Por eso también es el emblema de los guerreros samurai. La aspiración de un samurai era morir en su momento de máximo esplendor, en la batalla, y no envejecer y marchitarse.

Claro, si hay una cultura en que este árbol forma parte de la vida y del imaginario colectivo, esa es sin duda la japonesa. Esto se ve en la enorme cantidad y variedad de cerezos ( sakura, en japonés) que existen en el país. La fiesta de Hanami es una de las más antiguas, importantes y simbólicas, y ocurre precisamente cuando los cerezos están en flor y la gente come, bebe, recita poemas y danza debajo de los árboles. Es una fiesta que celebra la vida y la belleza de lo creado porque precisamente la vida y la belleza son efímeras como la flor de los sakura.

El cerezo está presente en todas las manifestaciones artísticas. Es emblemático su uso en la poesía japonesa, sobre todo en el haiku. “Nuestros destinos/ Siempre vivos/ En el corazón del cerezo”. Este haiku pertenece a Matsuo Basho, una de las grandes figuras de la poesía japonesa de la era Edo (1603-1867), quien pudo observar cómo la práctica aristocrática del Hanami se extendía a todos los estratos de la sociedad. El monje Shoko asocia la flor a los finales: Las sombras de un prolongado sol/ se desdibujan en el crepúsculo. Caen los pétalos del cerezo”. Próximo a su muerte el monje Ryokan (1758-1831), compuso este poema que sintetiza la importancia de la naturaleza para el hombre japonés: “¿Qué quedará de mí?/ El cerezo en primavera,/ el cuclillo en las montañas,/ las hojas de arce en otoño”. Para terminar con los poetas, hay uno identificado como poeta de los cerezos, Saigyo (1118-1190), aquí un ejemplo un tanto enigmático: “Pétalos de cerezo caen:/¿es belleza o ilusión?/ Este mundo frágil muere/  sin embargo,  está la sensación de ser un hombre esbozado/ por algo que lo sobrevivirá”.

Indiferentes a los avatares humanos, mis árboles siguen prodigando belleza y sabor. Ignoran que quien los trajo a mi  jardín ya no probará sus frutos.

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