PÁGINA EN BLANCO




               No es para nada envidiable mi situación a esta altura de la tarde. Ocurre que no se me ocurre nada, y debo escribir una columna de más de quinientas palabras antes de las cuatro de la tarde, de lo contrario Verónica comenzará con sus telegramas tipo: “¿hay columna?”, o algo más ahorrativo aún : “¿viene?”. Todos sabemos que en los denominados actos de habla es más importante lo que se da a entender que lo que se dice… y en esos correos escuetos entre líneas uno puede captar: “espero que me mandes la columna si no te reviento”, o algo más irónico: “nene, para cuándo, no voy a estar esperándote hasta la hora que a vos se te antoje”.
               Por eso estoy preocupado, anoche estuve dando vueltas en la cama mientras el silencio de la ciudad desenterraba los ruidos que en el día quedan sepultados, procuraba buscar un tema; pero  la mente se disparaba o se perdía en cualquier recoveco como por ejemplo “¡qué fácil que la ganan los petroleros!”, “espero que no me posterguen el turno del médico” o cuestiones más concretas y domésticas: “debo arreglar esa canilla de mierda que gotea”, o resolutivas: “mañana me levanto a las seis y la escribo”. Y hoy me levanté pero me quedé pasmado frente a la pantalla, miré un rato las noticias, vi los correos y nada, el Word seguía mostrando una límpida hoja virtual, una especie de sábana inmaculada, un glaciar no hollado, aunque creo se parecía más a un desierto de sal por la aridez de su tránsito.
               ¿Se habrán acabado los temas?, no, es imposible, pensar así es de soberbios, temas hay siempre. Pero entonces el problema soy yo…¿se me habrá terminado la cuerda? ¿Habrá llegado el final de mi camino columnístico? No sé, pero experimento por vez primera lo que en el oficio de escribir es el “síndrome de la página en blanco”. La sensación no es nada agradable. Uno siente que está sobre arenas movedizas y que mientras  más pugna por salir, más se hunde. Si el síndrome dura una tarde (como yo espero) o una semana o un mes, digamos que la cosa no es tan grave; pero cuando es crónico uno puede terminar en la locura.
               Recuerdo una película, “El resplandor”, con J. Nicholson, basada en la novela de S. King. El protagonista sufre esta parálisis creativa y termina enloqueciendo. Me digo que quizás haya sido torturante el blanco del papel para Juan Rulfo después de escribir esa maravilla llamada “Pedro Páramo” y por ello no publicó más, o Salinger luego de poner punto final a “Levantad, carpinteros…”. ¿Qué lo impulsó a Shakespeare a dejar Londres y la fama para transformarse en un simple vecino en su pueblo natal? ¿Tarea cumplida o sequía creativa? No pienses que me comparo, simplemente recuerdo casos notables. Mi propósito es más humilde, lograr que “esa señora muy fría”—así le llamaba N. Mailer a la página en blanco—deje de serme indiferente y logre yo emponcharla de negro (para seguir el juego de la personificación).
               Pedro Garfias, poeta español exiliado, dejó de escribir porque según decía no encontró un adjetivo que necesitaba. ¿Por dónde, me pregunto, se han ido mis palabras? ¿Tendré alguna herida oculta? ¿Las fui perdiendo lentamente y no me di cuenta o se fueron casi todas con el tumor en el quirófano?
               No sé, pero lo que es cierto es que hoy “las musas se han pasao de mí” y la columna no aparece; por eso con mucha vergüenza, bronca y frustración ensayaré una excusa mentirosa a modo de justificación.
               “Hola Verónica, lamento decirte pero me es imposible hoy mandar la columna porque…”

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