PÁGINA EN BLANCO II
"La
escritura me protege. Avanzo al amparo de la muralla de mis palabras..."
dice Georges Perec, el singular escritor francés. Lo acabo de leer y me
pregunto si realmente es una protección, y en caso de serla, contra qué se
protege uno. También tenemos la idea opuesta, la escritura como desnudez, como
vaciamiento del ser. Idea muy extendida, sobre todo para quienes conciben la
escritura como una especie de confesión, de sacar de adentro todo lo que el
escritor o escritora tiene. En ambos casos el momento crítico es cuando esa
muralla se derriba o bien cuando la fuente alojada vaya a saber en qué lugar
secreto de nuestro magma deja de fluir.
Bueno, pero hay escritores que
desdeñan estas situaciones e incluso hablan de que es más una impostura que
otra cosa. Fogwill, el creador de “Los pichiciegos”, esa novela emblemática de
nuestra literatura fue categórico: "Esos boludos, esos huevones que dicen
que tienen 'el terror de la página en blanco', (aunque ahora se usa la
pantalla), y que la llenen con los dedos, no sé, que dibujen algo, que pongan
una porno en internet si les da terror una página en blanco".
Pero
la angustia ante la falta de ideas, la inseguridad de cómo iniciar un poema,
una historia, genera parálisis que no siempre son resueltas o que lleva mucho
tiempo y esfuerzo superar. Muchos escritores han logrado saltar esa muralla o
revertir la sequía de maneras muy curiosas. Uno de ellos, el poeta cubano
Eliseo Diego escribe un poema sobre esta incómoda situación: “Me da terror este papel en blanco,/ tendido frente
a mí como el vacío,/ por el que iré bajando línea a línea/ descolgándome a
pulso pozo adentro/ sin saber dónde voy ni cómo subo…”
¿Qué fue lo que paralizó al joven
Enrique Banchs, el poeta de “La urna”, dueño de una perfección que asombró al
mismísimo Borges. Banchs escribió cuatro pequeños libros, el último cuando
tenía 23 años; el resto de su vida se la pasó dando excusas sobre el porqué de
su silencio. También sorprende la precocidad y el mutismo posterior de Arthur
Rimbaud, el autor de “El barco ebrio”. Abandonó la literatura a los 20 años,
para muchos hastiado de las letras, para otros, amargado porque el viento de la
poesía ya no soplaba en su vida.
El caso de Guy de Maupassant es
curioso. Autor de verdaderas joyas narrativas como “Bola de sebo”, lentamente
fue entrando en la locura. Decidió que era inmortal y a partir de ese momento no escribió más;
realizó pruebas ridículas para demostrar su tesis que dejaron secuelas en su
físico. Un pequeño rayo de lucidez lo impulsó a pedir un chaleco de fuerza y
zambullirse en un mundo desconocido.
La muerte de su mujer, Zenobia,
terminó para siempre con la fértil producción de Juan Ramón Jiménez, el autor
de “Platero y yo”. Ni una línea más, ni una cuartilla en blanco frente a sus
ojos. No más poemas.
Ladislao Mischuk escribió en
Polonia, iniciada la etapa comunista, una novela sobre las distintas
generaciones de una familia campesina de su país. El libro fue un éxito
rotundo, el gobierno lo incluyó como lectura obligatoria en las escuelas. Todos
consideraban al joven Ladislao como un “genio” y su novela como la simiente de
la futura literatura comunista. El desencanto revolucionario con Stalin fue
paralelo al desencanto literario y Mischuk, ya en el exilio, se ganó la vida
como renombrado ebanista en Buenos Aires. “La vez que intenté escribir,--dijo
alguna vez—la página en blanco me dio náuseas”.
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