BOLICHES
El primer boliche que viene a mi memoria es
una casa hoy derruida, un lugar pequeño, bajito. Adentro, dos o tres mesas, un
mostrador de madera y una larga e incontable filas de frascos con golosinas y
especias, también un mueble con puertas cóncavas deslizables en el que estaba
el pan. Lo atendía un tío abuelo, se llama Ramón en mi memoria y en la mente
del niño de apenas cuatro o cinco años, y siempre está regalándome alguna golosina,
y permitiéndome ver, aunque sea de lejos, la puerta detrás del mostrador que
llevaba al sótano justo debajo del bar. Saber que debajo de mis pies había un
mundo oscuro y misterioso lo hacía fascinante.
El segundo boliche es uno que todavía existe,
aunque bastante cambiado. En mi memoria perduran el primer metegol que vi en mi
vida, los partidos de truco de los chacareros en el atardecer o la noche, en
las tres o cuatro mesas, la sierra para cortar carne, la cerveza, la ginebra,
el olor inconfundible a especias, las
sillas de totora, las voces de mi tío y de Nicola, su propietario, las compras,
los juegos, todo eso está adherido a sus
paredes y a mi recuerdo… incluso el puentecito y el canal de por medio que lo
resguardaba de la calle.
El otro boliche es el que vio Dahlmann, quizás en un sueño, en “El Sur” de Borges, y “se
acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su
olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le
trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de
vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el
local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto”.
El tercer boliche que te traigo es uno que
está en el centro mismo del pueblo, en plena rotonda junto a la estatua del
fundador. Es una casona alta, de cielo raso de tela, con ventanas y puertas
enormes. Hoy es una casa de familia, pero para mí será siempre el boliche de
doña Damiana, el lugar que está asociado en la memoria al gusto de la naranjada,
de las pastillas DRF o de los caramelos. Con sus mesas de truco, el humo del
tabaco y las risas y voces de sus parroquianos…y en el medio de todo eso el
niño que fui deseando tener más ojos para que lo ayuden a mirar.
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