BOLICHES
Siempre me han gustado los boliches, quizás
porque forman una larga veta de recuerdos que descienden a mi infancia y se
elevan hasta mi adolescencia (si es que existe). Sí, boliches no en el sentido
desplazado de la actualidad, como sitio para ir a bailar; hablo del otro, ese
que estaba en los confines, los de Borges y sus compadritos, con un pie en la
ciudad y otro en el campo, de esos boliches hablo, y todavía hoy la imagen es
un olor sepia, especial; seguramente producto de la mezcla de mercaderías y los
humores de quienes pasaban largo tiempo apoyados en el mostrador o en las
mesas.
El primer boliche que viene a mi memoria es
una casa hoy derruida, un lugar pequeño, bajito. Adentro, dos o tres mesas, un
mostrador de madera y una larga e incontable filas de frascos con golosinas y
especias, también un mueble con puertas cóncavas deslizables en el que estaba
el pan. Lo atendía un tío abuelo, se llama Ramón en mi memoria y en la mente
del niño de apenas cuatro o cinco años, y siempre está regalándome alguna golosina,
y permitiéndome ver, aunque sea de lejos, la puerta detrás del mostrador que
llevaba al sótano justo debajo del bar. Saber que debajo de mis pies había un
mundo oscuro y misterioso lo hacía fascinante.
El otro boliche es el de Arispe, ese que está
en algún lugar de la llanura de Buenos Aires, ese en que los parroquianos no
miran hacia el mostrador, sino por la puerta hacia la incontable llanura. Ese
boliche está en las páginas de “Ley de juego”, una colección de cuentos
maravillosos de Miguel Briante. “En el
mostrador, el que entrara a lo de Arispe, ya los vería casi como íbamos a
verlos siempre, uno en cada punta […]. Del lado de allá el Inglés, con el codo
apoyado en el mostrador y el brazo estirado hacia la copita de caña, y después
un lugar vacío, la vieja caja de cigarros en la que Arispe ponía las barajas,
un lugar vacío, la mano izquierda del Loco Toledo agarrando el vaso de vino
blanco…”
El segundo boliche es uno que todavía existe,
aunque bastante cambiado. En mi memoria perduran el primer metegol que vi en mi
vida, los partidos de truco de los chacareros en el atardecer o la noche, en
las tres o cuatro mesas, la sierra para cortar carne, la cerveza, la ginebra,
el olor inconfundible a especias, las
sillas de totora, las voces de mi tío y de Nicola, su propietario, las compras,
los juegos, todo eso está adherido a sus
paredes y a mi recuerdo… incluso el puentecito y el canal de por medio que lo
resguardaba de la calle.
El otro boliche es el que vio Dahlmann, quizás en un sueño, en “El Sur” de Borges, y “se
acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su
olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le
trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de
vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el
local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto”.
El tercer boliche que te traigo es uno que
está en el centro mismo del pueblo, en plena rotonda junto a la estatua del
fundador. Es una casona alta, de cielo raso de tela, con ventanas y puertas
enormes. Hoy es una casa de familia, pero para mí será siempre el boliche de
doña Damiana, el lugar que está asociado en la memoria al gusto de la naranjada,
de las pastillas DRF o de los caramelos. Con sus mesas de truco, el humo del
tabaco y las risas y voces de sus parroquianos…y en el medio de todo eso el
niño que fui deseando tener más ojos para que lo ayuden a mirar.
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