DESFASADOS
Es una injusticia vivir
desfasados. Saber que una habilidad o un oficio por el cual uno pasa casi
inadvertido en una época, en otra hubiese alcanzado gran celebridad. Cuando
escribo esto pienso inmediatamente en mi abuelo Ángel, un eximio cocinero, un
verdadero innovador, alguien que siempre estaba experimentando de qué manera
sacarle un mejor partido a las recetas consagradas. Mi abuelo, como tantos,
quizás igual que una tía tuya, adquirió renombre dentro de las paredes de su
casa de comidas.
Este cambio de
consideración en la gastronomía también se refleja en la cantidad de
institutos, escuelas, cursos de cocina que aparecen promocionados en diarios,
revistas y afiches callejeros. Proponerles a nuestros padres que vamos a estudiar
cocina ya no les causa un aumento súbito de presión o una migraña de esas que
repele cualquier atisbo de claridad; al contrario, varios progenitores imaginan
ya la marquesina del restaurante del nene. Y ahora que digo restaurante (nombre
que en el siglo XVIII se refería en Francia a un caldo de carne que
"revigorizaba y restauraba") o el más actual “restó”, se consideran ahora una especie de templos
con más prestigio casi que los museos o las bibliotecas.
Y en este afán de la
originalidad vienen los extremos, y uno ya no come unos buenos fideos con
salsas diferentes, sino que ahora tenemos platos de autor, sujetos a los
caprichos del “chef” y su singularidad. Entonces uno toma la carta y lee que
entre las especialidades se recomienda “lomo de canguro envuelto en jamón de
hipopótamo gratinado con queso de tortuga de Galápagos”, y de postre “flan de
cactus con crema de sauce”. El bife con papas fritas ya es cosa de trogloditas.
Otro oficio en auge es
el de catadores de vino (mi tío Santiago fue otro desfasado, hoy hubiese estado
en el paraíso con esta profesión, pero la cirrosis le cortó la carrera); aunque
ahora reciben el rimbombante apelativo de “sommeliers”. Ellos son capaces de
detectar en un vino olores inimaginables y sabores insólitos. Así cuando uno
toma un buen tinto, tiene olor y sabor a vino, a uva; pero cuán equivocados
estamos ya que los sommeliers nos hacen sentir que tenemos la lengua de madera
y el olfato atrofiado porque ese mismo vino tiene para ellos aroma a vainilla,
arena del desierto de Gobi, roble regado por aspersión y frutos del bosque y
gusto a madera de sándalo combinada con algas de Las Grutas.
En fin, la clave está
en acertar el oficio de moda y no quedar desfasado del momento actual; así que voy
en busca de una cebollita y la tabla de picar…ah, y me llevo el tinto, a ver
qué descubro…
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