DESFASADOS


            Es una injusticia vivir desfasados. Saber que una habilidad o un oficio por el cual uno pasa casi inadvertido en una época, en otra hubiese alcanzado gran celebridad. Cuando escribo esto pienso inmediatamente en mi abuelo Ángel, un eximio cocinero, un verdadero innovador, alguien que siempre estaba experimentando de qué manera sacarle un mejor partido a las recetas consagradas. Mi abuelo, como tantos, quizás igual que una tía tuya, adquirió renombre dentro de las paredes de su casa de comidas.
            Si mi abuelo hubiese estado hoy su prestigio sería diferente, considerado un “chef”, casi una personalidad relevante. Esto se debe al auge que ha tomado hoy el oficio de cocinar. Rodeado de un halo de sofisticación, elegancia y exclusividad la tarea de menear cacerolas y cremas aparece en la actualidad como un trampolín para alcanzar fama y bienestar, viajar por diversos sitios del planeta, publicar libros, tener programas de televisión y codearse con celebridades de diferentes estantes de la sociedad. Claro, son contadas las personas que logran todo esto, pero muestra cómo el oficio de cocinar adquirió en nuestra época un prestigio y una consideración social que hace unas décadas era impensable. Y para muestra acá te dejo unas palabras de una de estas estrellas de la sartén: “Cuando yo comencé si quería conquistar a una chica y le contaba que era cocinero, me miraba con asco y me decía: ‘vos pelás papas todo el día’. Ahora la reacción es: ‘Sos un artista”.
            Este cambio de consideración en la gastronomía también se refleja en la cantidad de institutos, escuelas, cursos de cocina que aparecen promocionados en diarios, revistas y afiches callejeros. Proponerles a nuestros padres que vamos a estudiar cocina ya no les causa un aumento súbito de presión o una migraña de esas que repele cualquier atisbo de claridad; al contrario, varios progenitores imaginan ya la marquesina del restaurante del nene. Y ahora que digo restaurante (nombre que en el siglo XVIII se refería en Francia a un caldo de carne que "revigorizaba y restauraba") o el más actual “restó”,  se consideran ahora una especie de templos con más prestigio casi que los museos o las bibliotecas.
            Y en este afán de la originalidad vienen los extremos, y uno ya no come unos buenos fideos con salsas diferentes, sino que ahora tenemos platos de autor, sujetos a los caprichos del “chef” y su singularidad. Entonces uno toma la carta y lee que entre las especialidades se recomienda “lomo de canguro envuelto en jamón de hipopótamo gratinado con queso de tortuga de Galápagos”, y de postre “flan de cactus con crema de sauce”. El bife con papas fritas ya es cosa de trogloditas.
            Otro oficio en auge es el de catadores de vino (mi tío Santiago fue otro desfasado, hoy hubiese estado en el paraíso con esta profesión, pero la cirrosis le cortó la carrera); aunque ahora reciben el rimbombante apelativo de “sommeliers”. Ellos son capaces de detectar en un vino olores inimaginables y sabores insólitos. Así cuando uno toma un buen tinto, tiene olor y sabor a vino, a uva; pero cuán equivocados estamos ya que los sommeliers nos hacen sentir que tenemos la lengua de madera y el olfato atrofiado porque ese mismo vino tiene para ellos aroma a vainilla, arena del desierto de Gobi, roble regado por aspersión y frutos del bosque y gusto a madera de sándalo combinada con algas de Las Grutas.
            En fin, la clave está en acertar el oficio de moda y no quedar desfasado del momento actual; así que voy en busca de una cebollita y la tabla de picar…ah, y me llevo el tinto, a ver qué descubro…
                        

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