Por estos días, es
imposible sustraerse a lo que sucede en Londres con los Juegos Olímpicos, ya
que la información se ramifica e invade cual si fuera una planta omnívora todo
nuestro ajetreo cotidiano. En el café o en casa
los diarios y la televisión se encargan de traernos imágenes y relatos
de las últimas competencias, en el trabajo internet actualiza los resultados al
instante; y todos opinamos como expertos sobre deportes que hasta hace un mes
sospechábamos vagamente que existían: el judo, la esgrima, remo, tiro,
arquería, gimnasia con anillas, etc.
Millones de personas en
todo el orbe disfrutan con este pasatiempo inventado por los griegos, que en
los últimos tiempos si hay algo que no conocen es el disfrute, precisamente. Los Juegos Olímpicos nacieron en el siglo
VIII a.C en la ciudad de Olimpia. Eran juegos culturales y religiosos, y si le
hemos de creer al poeta griego Píndaro, fue Heracles el que los organizó y les
llamó juegos olímpicos en honor a su padre Zeus. Los juegos sirvieron para que
cada cuatro años las “polis” griegas dejaran sus continuas rencillas por unos
días y concurrieran con sus representantes a Olimpia. No solo había deporte,
sino también cantos, danzas, certámenes poéticos y teatrales.
Píndaro (542-448 a.C) de Tebas fue el “primer
periodista” de los juegos, aunque en realidad fue mucho más que eso, un
extraordinario poeta que cantó a los atletas vencedores en un género complejo
llamado lírica coral. En esos cantos podemos distinguir tres elementos: la
temática mítica, que el poeta evoca de un modo libre y a través de alusiones e
imágenes; un segundo elemento es la victoria atlética, que la trata en forma
rápida y por último tenemos la conclusión ética, la lección que el triunfo,
premio a la virtud, ofrece para gloria de quien lo logra. Aquí te dejo un
fragmento de uno de sus poemas: “Y la
gloria de Pélope desde lejos fulgura/ en las carreras de las Olimpíadas,/ donde
rivaliza la velocidad de los pies/ y los audaces primores de la fuerza física./
Y el que vence consigue para el resto/ de su vida una muy dulce placidez, gracias a los Juegos”.
Muchos siglos después de que el emperador
Teodosio los prohibiera por considerarlos paganos, fue un barón francés, Pierre
de Coubertin, quien puso en marcha los juegos modernos con la esperanza de
reflotar ese espíritu olímpico que privilegiaba la paz, la competencia honesta
y la unión del género humano. No tuvo mucha suerte don Pierre y a tres de sus juegos en el siglo XX los
arrolló la maquinaria bélica, y el espíritu olímpico se llenó de esquirlas y
obuses; en la actualidad a los sirios poco les ha conmovido el espíritu
olímpico y la guerra civil desdichadamente continúa. De la competencia honesta
queda muy poco ya, y todos los días algún atleta se va expulsado de la villa
olímpica, no porque allí se juegue a “Gran Hermano”, sino porque ha querido
sacar ventaja mediante el dopaje. Ni comentar lo del amateurismo, figura que ha
quedado en el más rancio de los olvidos. Todos los atletas que compiten viven
de y para esa disciplina, y algunos ganan en un mes lo que muchos de nosotros
no sumaremos en toda nuestra vida laboral.
Pero también es cierto que pese a toda la
fanfarria mediática, es posible encontrar valores como la superación de los
propios límites, la destreza, la habilidad, la fortaleza, el esfuerzo y la
cooperación. Quizás por eso, estos juegos valgan la pena, quizás.
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