LIBRERÍAS


El mundo cambia—¡vaya novedad!, dirás—y esos cambios arrastran como avalancha costumbres, oficios, modas, hábitos, palabras y lo que se te ocurra. Innumerables cosas se pierden, otras son reemplazadas, a veces mejorando lo anterior, otras empeorándolo. Para quienes amamos los libros, no pasa inadvertida que hoy la librería tal como la conocemos tiende a desaparecer. Hay varias causas que como adargas caballerescas vienen impactando en el templete de las librerías; pero que podemos resumir en una: crisis comercial.
               Este paulatino descenso en las ventas tiene causas y efectos. Podemos enumerar algunos: el deshábito de la compra de libros, el reemplazo por otras formas de entretenimiento y cierta crisis de lectores, posteriormente la forma de lectura provista por el mundo informático que menguó la compra de libros de papel y trajo aparejado un nuevo fenómeno que jaquea hasta cierto punto a las librerías: los libros electrónicos. Es inevitable que vamos hacia ellos, y si las librerías tradicionales no los ofrecen tarde o temprano desaparecerán.
               Ya van quedando pocos locales netamente dedicados al libro y hoy se imponen las grandes cadenas libreras que además venden películas, discos y hasta juegos electrónicos y de mesa; a la variedad de su catálogo hay que agregarle cierta uniformidad en la estética y un trato impersonal. En el afán por no perder espacio algunas librerías que conozco de Buenos Aires o de Córdoba han incorporado un sitio para el café. Es seductor saborear un buen café, compartir la charla con amigos y estar rodeado de anaqueles repletos de libros.
La crisis de la librería tradicional lleva también a la pérdida de un querible y a/preciado oficio, el de librero. En la actualidad, y salvo excepciones, los vendedores ven en el libro solo una mercancía y si no es por algún programa informático no saben qué tienen para ofrecer, y es imposible arrancarles una recomendación. Son vendedores que responden a un perfil de ventas general diseñado por las agencias de mercadeo que poco tienen que ver con los libros. Pero ser librero es mucho más que ser un vendedor de libros a secas y ya es raro encontrarlos porque en general suelen ser personas grandes que han desempeñado su tarea durante gran parte de su vida y conservan un amor por los libros que buscan compartir con sus clientes.
De las librerías entrañables recuerdo “Historias de…” en la ciudad de Mendoza, atendida por el “flaco”, un librero con aspecto de vikingo, y su pareja. Allí era posible quedarse horas hablando de Giorgio Bassani o de su autor favorito: Cortázar. Charla distendida, buen clima, amor por los libros y lectora empedernida, esa es la imagen que tengo cuando viene a mi memoria la librería “Quimhué” de  General Roca, y “Bocha” su propietaria y librera mayor.  Los vientos de cambio también se llevaron la tradicional “Siringa” en Neuquén, lugar en donde hallé no pocos tesoros bibliográficos acompañado siempre por algún gato y una música exquisita.
Si de búsqueda de tesoros hablamos es inevitable nombrar las librerías de viejo de Buenos Aires, sobre todo una de ellas: “El túnel”(nunca mejor dado este nombre, ya que hay que bajar algunos metros y la librería es un pequeño corredor atestado de libros), en Avenida de Mayo. Salgo siempre con las manos pringosas de recorrer tanto libro viejo, pero a modo de un pescador paciente, con un buen pez en la bolsa. También he conseguido verdaderas joyas en la librería “Lenzi” frente a la plaza Italia en La Plata, además de compartir buena charla sobre literatura española con su propietario.
La librería como santuario de objetos bifrontes (materiales y espirituales) está cambiando. Quizás esos cambios la lleven a ser algo bien diferente de cómo la hemos conocido; pero el/la librero/a como un verdadero mago que nos entregaba un objeto sagrado y misterioso es una especie en extinción. Vaya pues este homenaje.

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