EDITORES II

             “El gran trabajo del editor consiste en separar el trigo de la paja y publicar la paja”, sostiene el viejo adagio contra los editores, frase que todos adjudican a algún escritor, en esta inevitable relación plagada de malentendidos. Mario Muchnik, uno de los grandes editores en español sintetiza muy bien la tirantez de esta convivencia: “La relación autor editor está condicionada por una cuestión de paternidad. Hay un señor, el autor, que es el padre de una obra, pero hay otro señor que también de alguna manera es padre de la misma obra, y ahí surgen los problemas en los que, en el fondo, siempre subyace un conflicto de paternidades”.

Muchas son las causas de esa tirantez, algunas ya te las mencioné en la columna anterior, otras tienen que ver con no respetar la obra y adecuarla a los caprichos de editor. Así, la editorial más popular de comienzos del siglo XX en Argentina y Latinoamérica era “Tor” que publicaba ediciones muy económicas. Lo que muchos sabían (menos los lectores) es que en la colección sobre clásicos de la filosofía,  “Tor” se ajustaba a determinados pliegos, si la obra excedía ese espacio, los editores metían tijera, cual diestros sastres, y dejaban aquí rengo a Aristóteles, más allá a Platón sin mangas, acullá a Tomás de Aquino esmirriado.

Otra causa de tirantez suelen ser los contratos. El mayor (por volumen escrito o no—si lo preferís--) novelista español del siglo XIX,  Benito Pérez Galdós no podía disponer de su copiosa obra ya que estaba cautivo de un contrato de por vida con su editor Hernando. Luego de una larga batalla judicial pudo recuperar la propiedad de las mismas, y el derecho a reimprimirlas y venderlas pero a cambio de tal cantidad de dinero que tuvo que ponerse de inmediato a trabajar con la tercera serie de los Episodios Nacionales.

Muchos editores cargan con el sambenito de haber rechazado una obra que luego fue un suceso de ventas o se convirtió en un clásico en otra editorial. También las grandes casas editoras contrataban (hoy no sé si lo hacen) a personas con un supuesto “buen olfato literario” para leer los incontables manuscritos que llegaban y recomendar o no su edición.


Estos lectores especiales eran muchas veces escritores, como es el caso de Andrè Gide, el autor de “El inmoralista”, quién rechazó el manuscrito de Por el camino de Swann” de Proust cuando trabajaba como lector en la prestigiosa Gallimard. Gide la declaró sin valor alguno ya que no tenía una buena imagen de su autor y que a “nadie le interesaría leer veinte páginas sobre la postura de un personaje en la cama”.  Proust pagó en 1913 la edición de su bolsillo de la primera parte de En busca del tiempo perdido”, y Gide ensayó casi hasta su muerte diferentes justificaciones sobre aquella negativa.

Dice la leyenda que el gran editor Carlos Barral, ignoró el manuscrito de Cien años de soledad”, aunque al parecer el envío nunca le llegó a sus manos, sí en cambio a otro grande del oficio como Paco Porrúa, quien la publicó en la editorial Sudamericana de Buenos Aires. Anteriormente García Márquez había sufrido el rechazo de “La Hojarasca” por parte de la editorial Losada. Tampoco le fue bien con los editores a George Orwell, con su obra más famosa, “Rebelión en la granja”, un editor la rechazó con el siguiente argumento: “Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”. El gran poeta T. S.Eliot trabajaba como lector en la editorial Faber and Fabery fue el encargado de enviarle la carta de rechazo a Orwell y definió a la novela como “trotskista”, además subrayó la inconveniencia del punto de vista para criticar la situación política actual, sobre todo con un “aliado” como la Unión Soviética. El libro pudo ver la luz luego de la Segunda Guerra Mundial cuando el aliado pasó a ser un enemigo.

Los casos abundan; pero para evitar el rechazo de la editora por exceso de palabras, este centón aquí termina.

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