ENFERMEDAD Y LITERATURA II


Escribir es una enfermedad, dicen algunos; pero también las enfermedades han dado ocasión al despliegue de la escritura. Hablaba la semana anterior sobre la tuberculosis, una enfermedad que forma parte ya del universo de la literatura. Quisiera ahora dejarla y pasar a otros sometimientos físicos, pero como no puedo resistir las tentaciones quiero mencionar a otro tuberculoso célebre, esta vez, argentino, Juan Carlos Jacinto Eusebio Etchepare, que fallece a la edad de 29 años el 18 de abril de 1947. Y vos me dirás quién lo conoce, o quizás ya lo recordaste; pero si te digo que es el amante de Mabel, el novio de Nené en “Boquitas pintadas”, una novela emblemática de Manuel Puig seguramente vendrá a tu memoria. En esta historia asistimos a la
  decadencia que va sufriendo el cuerpo de Juan Carlos…”salió del baño duchado, pero sin afeitarse. Al entrar al comedor empezó a notar los síntomas de sus habituales acaloramientos. Su madre y Celina estaban sentadas a la mesa. Juan Carlos se tomó de su silla, pensó en volver al dormitorio y acostarse, ellas lo miraron, Juan Carlos se sentó. […]El bife de Juan Carlos era alto y jugoso, poco cocido, a su gusto. Al empezar a cortarlo ya sintió la frente bañada de sudor. Su madre le dijo que se acostara, era peligroso transpirar y después enfriarse. Juan Carlos no contestó y fue a su cuarto”. 

Si hay una palabra prohibida y maldita desde hace siglos es “cáncer”. Persiste en la mayoría de la gente aquella vieja superstición lingüística de que si no lo nombro no existe o bien si no lo mento no me roza o lo mantengo bien lejos. Todos estamos ya acostumbrados a escuchar o leer que el muerto falleció…”de una larga o cruel o prolongada enfermedad”, zas, decimos, tenía cáncer.

Tiene razón S. Sontag cuando sostiene en “La enfermedad y sus metáforas” que “Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa. Así, sorprende el número de enfermos de cáncer cuyos amigos y parientes los evitan, y cuyas familias les aplican medidas de descontaminación, como si el cáncer, al igual que la tuberculosis, fuera una enfermedad infecciosa”. Nombrar el cáncer no implica aminorar o acrecentar sus efectos, pero siempre hay un manto de silencio sobre la enfermedad; es más, muchos padecientes no se enteran que lo sufren. En esta mitificación de la enfermedad también son responsables los médicos que muchas veces no le dicen al afectado o la afectada que tiene cáncer, sino que comunican su diagnóstico a la familia. 

Hace décadas existía en el imaginario colectivo la idea de que el cáncer se contraía por represión, sobre


todo de emociones violentas y leo un  texto del poeta inglés Auden, citado por Sontag, que sostiene algo similar: “El doctor Thomas mira su cena,/ Haciendo bolitas de miga de pan/«El cáncer», dice, «es cosa rara./ Nadie conoce su causa,/ aunque alguno pretenda que sí;/ como un asesino al acecho,/ esperando asestar el golpe./ Acecha a las mujeres sin hijos,/ y a los hombres jubilados;/ como si les faltara dar salida/ a su frustrado fuego creativo”... En fin, como dice el refrán, zapatero a tus zapatos y los poetas nunca han sido grandes médicos.


Hay una novela desgarradora del español Miguel Delibes, “Señora de rojo sobre fondo gris”, en la que un pintor le relata a su hija, recién salida de la cárcel franquista, la enfermedad y  muerte de su madre por un tumor cerebral. En este pasaje el médico de cabecera le da el diagnóstico al narrador: “Apunta la posibilidad de un tumor, dijo blandamente. ¿Un tumor? ¿En la cabeza? Asintió. Me ericé ante lo irremediable. Ella era ahora la razón de mi miedo y el miedo mismo no podía proporcionarme el antídoto…”. Muchos críticos hablan del paralelismo entre ficción y realidad, ya que Delibes perdió a su mujer en circunstancias similares y a los cuarenta y ocho años, la misma edad de la protagonista.

¿La escritura alivia el dolor? ¿La escritura cura?

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