ALFONSINA
Es octubre. Es de madrugada y la tormenta arrecia. Hace frío. Es de esas noches dignas de cuentos o novelas de terror. Se ha decidido porque el dolor es insoportable y porque el horizonte es más negro que la tormenta. Es hoy. Es ahora. “Antes que el monstruo que llevo adentro siga anunciándose a cada momento y me devore completamente”.
Piensa en Sísifo y en el mito. Ese es un buen resumen para su vida, se dice. Siempre acarreando esa enorme piedra montaña arriba para dejarla caer al valle y vuelta a empezar. Esa misma piedra que ya siendo una adolescente le tocó empujar para subsistir después de que la fortuna familiar se extinguiera como la espuma de este mar que ronca sobre la arena. Le llegan imágenes de Rosario, del magisterio, de su amor por la enseñanza y sobre todo de las letras, de la poesía que comenzó a escribir allá en San Juan, cuando era una niña apenas.
En eso piensa Alfonsina esta madrugada inclemente y también en el amor, ese que se fue rápido y le dejó a Alejandro y el escarnio de ser madre soltera. Y otra vez la piedra tironeándola hacia la cima, y la necesidad de cambiar de sitio para evitar la censura social. Y Buenos Aires y la escritura entre innumerables trabajos. “Todo hubiese sido distinto si estuvieras vivo, Horacio, porque vos eras mi apoyo, con vos entré en aquella tertulia del Tortoni en la que estaban Fernández Moreno, Enrique Amorim, Estrella Gutiérrez, el pintor Quinquela Martín… Recuerdo la mirada censoria de muchos hombres por ser casi la única mujer en el café a esas horas de la noche, con vos y las interminables horas de charla sobre literatura o sobre la vida, tus cuentos y mis poemas. Te extraño, Horacio y también comprendo tu decisión de hace un año”. Y el amor como la piedra, casi siempre fue un reguero de esfuerzos y malentendidos.
Y la poesía, esa omnipresente realidad y el único bálsamo en la ardua tarea de llevar la roca de la vida montaña arriba. “La inquietud del rosal” fue el primer libro, que mitigó sus penas de recién llegada a la capital y le abrió camino entre los escritores de la época, “algunos, no todos, porque Lugones jamás contestó mis cartas ni abrió juicio sobre mi poesía”. Pero también recuerda los comentarios adversos sobre una poesía que dejaba vislumbrar el deseo femenino. “Mis nervios están locos, en las venas/ la sangre hierve, líquido de fuego/ falta a mis labios donde finge luego/ la alegría de todas las verbenas”. Después llegarán más libros y una fama que alivió algunas cargas; pero no la de ser mujer en un mundo de letras dominado por hombres: “Sos un ornitorrinco de las letras”, recuerda que le decía Quiroga entre risas. Y la fama trajo trabajos nuevos, más gratos, viajes, nuevas amistades, colaboraciones en los diarios y revistas del país y de América. También una manera nueva de hacer poesía, “me acusaron de oscura, de que no se entendía, no se dieron cuenta que la poesía cambia cuando el poeta cambia, y yo no soy la misma”. Ahora tampoco, hace cinco días acaba de mandar un último poema al diario La Nación, se titula “Voy a dormir” y es toda una premonición. Lo sabe de memoria, repite su comienzo: “Dientes de flores, cofia de rocío,/ manos de hierbas, tú, nodriza fina,/ tenme prestas las sábanas terrosas/ y el edredón de musgos encardados”...
Ya está, por instinto busca un paraguas y se sonríe. La piedra de Sísifo por fin se detendrá. Está débil y dolorida. Se pone su mejor vestido. Sin prisa cierra la puerta de su habitación, a lo lejos se escucha el sonido embravecido del agua. Ligera, Alfonsina camina hacia el mar.
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