CAMINANDO

 




Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad”, así cantaba en ese tiempo este tema de Sui Géneris; lo cantaba porque era verdad. ¿Quién a los veintipico no se sintió plenamente libre e hizo cosas que después la vida le fue revocando con su cemento de obligaciones? Pues así fue en mi caso y luego de obtener el título, tomé mi mochila y salí a “correr mundo” como dice el "Guzmán de Alfarache". Pero mi “correr mundo” fue bastante acotado, no como mi amigo “Bambino” que anduvo por toda Sudamérica con su mochila y subsistiendo gracias a la generosidad de algunas gentes que lo adoptaban por los lugares que pasaba. Para llegar a Sudamérica a mí me faltó un electroshock a mi timidez, un empujón a mi cobardía y algunos genes de la estética.

Pero volvamos al tema. Salí y anduve por ahí, y en ese andar encontré personajes extraordinarios, de uno de ellos te voy a hablar ahora, si es que ya no te has pasado página. Estaba en la encrucijada de dos caminos rurales en plena llanura pampeana. En el sopor de la siesta todo estaba inmóvil, acostado entre los pastos esperaba que alguien pasara y me llevara hacia el pueblo más cercano. Primero fue la tierra y después el sonido del motor los que me alertaron que un auto se acercaba. Desde lejos, lo vi, venía envuelto en el polvo, casi en el aire, como un carro bíblico entre las nubes. Rápidamente le hice señas y cuando frenó el polvillo nos tapó por completo. Lentamente descubrí el 4L blanco, bastante destartalado—no al extremo del Gordini de Coluccini, el personaje de “Una sombra ya pronto serás”, la novela de Soriano--, pero hacía el mismo ruido de bielas cascadas. Cuando vi su cara llena de tierra detrás del volante me sorprendió el parecido con Don Ramón, el personaje de “El Chavo”; después afinando la percepción no he visto alguien tan igual a Alonso Quijano y su criatura. De una flacura extrema, el pelo algo rizado peinado hacia atrás, un bigote nicotinoso que disimulaba su nariz prominente, piel algo aceitunada, rondaba ya los sesenta y largos años. “Subí pibe que te llevo”, me dijo con una voz con carraspera y un hablar vertiginoso. Y subí.


Se llamaba Oscar Aguilera, “el Óscar”, como le decía todo el pueblo, me dio su casa para que yo me quedara el tiempo que quisiera. “Mirá pibe, no te hagás el fino conmigo, que te afirmo con esta—y me mostraba el puño izquierdo extendido—y te doy con esta”, y me amagaba con la mano derecha. Un loco lindo que vivía en las afueras, de un humor poderoso y una charla incesante. Cada mañana que lo veía en calzoncillos en el patio era el fiel reflejo de Don Quijote haciendo penitencia por Dulcinea en la Peña Pobre.


El Óscar también tuvo su Dulcinea, y la penitencia ha sido singular. Tres años después de casarse, ella se fue definitivamente de la casa. Nunca más supo su paradero, de esto han pasado más de cuarenta años, según me contó una noche de asado y vino. Primero la buscó con ánimo de venganza, quería matarla y matar a su amante; luego el tiempo fue poniéndole una malla a su desquite y le quedó una obsesión que los años no han menguado. Esa noche, alentado por el vino y la compañía, me descubrió un lugar casi secreto de la casa y una colección singular. Te la cuento la semana que viene porque el espacio de la columna no me permite escribir mucho más.

Comentarios

  1. ricardo cascio1:31 a.m.

    Que bueno ! Seguiremos leyendo esos caminos recorridos. Un enorme gusto MAESTRO. Un abrazo

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  2. Anónimo1:28 p.m.

    Buenísimo Néstor,un abrazo...

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  3. Anónimo5:56 p.m.

    Gracias por el recreo, me vino bien leer este relato. Me imaginé todo: la pampa, el calor de la siesta, el 4L destartalado y el flaco este, Oscar. Veremos por donde sigue la historia.🤩

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