CAMINANDO II
Te decía en la columna anterior que pasados los veinte, había decidido salir a “correr mundo”, tal como lo proclamaban los protagonistas de las novelas picarescas del Siglo de Oro español. Y allá fui y me encontré con paisajes y personajes únicos. De uno de ellos te hablé la semana anterior, pero me faltaba contarte uno de sus secretos mayores. Ahora te lo digo.
“El Óscar” como lo llamaban en el pueblo era el retrato fiel de Alonso Quijano o de Don Quijote, tal como lo concebía en mi imaginación de lector. Pero si no transitaste el libro también se parecía a Don Ramón de la serie “El Chavo”. Una noche de asado y vino—pronto ya a despedirme de su generosa hospitalidad—me contó de su mujer y de su huida. Y de su interminable vigilia que llevaba ya cuarenta años. Cuarenta años esperando una explicación, buscando una respuesta a tantos porqués, soñando encontrarla en una esquina, en cualquier lugar de un camino; y mientras tanto iba creciendo esa obsesión que guardaba en un lugar de la casa.
En
la misma habitación donde almacenaba la salsa y los duraznos en
conserva, esa
que tenía las cañas colgadas del techo para sostener
los chorizos frescos del carneo en invierno; allí en un rincón
amplio y separado por una cortina había varios estantes llenos de
libros, una pequeña mesa en la que estaba la foto de una mujer y una
silla. En ese lugar, me contó “el Óscar” muchas tardes o
noches, él que era casi un analfabeto, leía (imagino que para
entender) todos los libros sobre engaños, abandonos y cornudos. Así
a lo largo del tiempo fue juntando ejemplares que robaba en
bibliotecas pueblerinas o compraba las pocas veces que iba a una
ciudad grande. “Leo siempre en voz alta y le leo a ella”, y me
señaló el retrato de una joven de ojos vivaces que miraba de frente
a la cámara.
En la estantería pude ver ediciones inhallables, algunas joyas bibliográficas y otras obras desconocidas para mí que me jactaba de ser un lector abundoso. Allí uno tras otro estaba Cervantes, con “El celoso extremeño”, “El viejo celoso”; la farsa de “El cornudo apaleado” de Casona. También descubrí las novelas de Flaubert, “Madame Bovary”; de María de Zayas, “El prevenido engañado”, en una edición singular de 1870; de Camilo J. Cela, “Rol de cornudos”. En otro anaquel encontré la célebre edición que Jorge Álvarez hizo de “El libro de los cornudos” de Charles Fourier; más allá una plaqueta de Quevedo titulada “Carta de un cornudo a otro”; acá el texto “El velo pintado” de William Somerset Maugham; allí “El amante de Lady Chatterley”, de D.H Lawrence. La lista era interminable y sólo retengo aquellas que pude apuntar en mi libreta.
Recuerdo que esa noche el vino provocó confesiones impensadas y el Oscar me confesó que el rito de leerle era una manera de conjurar su ausencia y también una venganza, imaginaba que el retrato escuchaba las lecturas de todas esas mujeres que huyeron de la casa conyugal o fueron infieles a sus maridos y que una sombra de remordimiento enturbiaba sus ojos vivaces. Quizás esa obsesión (se me ocurre) era una versión descarriada del amor.
A la mañana tomé mi mochila, me despedí de este Quijote solitario, y quise dejarle un ejemplar de Neruda que llevaba conmigo, lo rechazó porque “sólo leo de un solo tema, de lo demás no entiendo nada”. Se quedó clavado en el umbral de la casa con una mano en alto, mientras me alejaba por el camino. Cuarenta años después, ahora que escribo estos recuerdos, me gusta pensar que mi personaje pudo encontrarse con la mujer de la fotografía; pero después me digo que no, que quizás no la encontró nunca, o lo que es peor que se cruzaron alguna vez y no se reconocieron.
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