AROMAS

 


La literatura está llena de olores, comenzando por el más elemental, el del objeto material que la incuba, el libro, con ese aroma especial que conjugan la tinta, el pegamento y el papel. Muchos somos los que en una librería nos acercamos a un libro, lo abrimos y nos inclinamos sobre él como si olfateásemos el mejor de los vinos, o el denso aroma del café.

De todas las novelas que nos traen historias de efluvios, hay una que es extraordinaria, se llama El perfume, escrita por el alemán Patrick Süskind. El relato ambientado en el siglo XVIII francés cuenta la vida de un asesino que tiene el olfato más fino del mundo y con ese talento logra fabricar un perfume único, la esencia de todos los aromas. En contrapartida el tiempo que le tocaba vivir al protagonista se caracterizaba por la pestilencia cotidiana de hombres y cosas: “En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; l os aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios”. La novedad de “El perfume” fue habernos recordado literariamente la importancia de los olores en nuestra vida cotidiana.


Porque de todos los sentidos es el del olfato, quizá el más devaluado, el que está en un segundo escalón y que echamos de menos cuando—congestión mediante—caemos en la cuenta que lo que nos rodea huele en ese momento a nada. El olfato es un vehículo que nos transporta hacia los vericuetos de la memoria en la que habitan nuestros tiempos y espacios. Recordar perfumes, aromas es una expresión curiosa, sinestésica, pero efectivamente real. Te habrá pasado sin dudas que el hilo de la memoria te trae el olor de cierta comida, la remembranza de una determinada situación o pasaje y su olor respectivo; quizás al ver una pipa te transporte al aroma del tabaco que fumaba alguien que ya no está, o el recuerdo de un familiar querido venga acompañado de la loción (como decíamos antes) que usaba.


Uno extraña olores, claro, como esos que provoca una tormenta de verano en el campo y en el que se arremolinan la jarilla, la tierra mojada, el tomillo, la menta salvaje y forman un cóctel singular y vivificante. Es posible que extrañes el perfume de los jazmines, las glicinas, lavandas o las rosas. En mi caso, añoro el aroma particular que resulta de tocar la planta de tomate y llevarme los dedos a la nariz, es un gesto y un olor que forman parte de mi tradición, está casi te diría en los genes de la familia.

Así las fragancias, los olores, los perfumes viajan por nuestro cuerpo y nos llevan al placar de la abuela que olía a naftalina, al aroma de las lilas en un viejo jardín ya desaparecido o al perfume que ella o él usaba y que se diluyó con el viento del tiempo y la distancia.




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