CAMPOS DE SORIA

Entre las calles irregulares de Soria, busco el instituto donde ejerció Machado su cátedra de francés. Es un edificio viejo y rectangular cuyas aberturas actuales distorsionan la visión del conjunto; en el ingreso un busto del poeta recuerda su paso por la institución. El aula está en el primer piso, tiene una plaqueta junto a la puerta muy baja y rústica, y el piso original ha sufrido la reparación de algún albañil no muy interesado en conservar patrimonios históricos.

Cuando salgo ya es media tarde, camino hacia el río Duero y me cruzo con algunas ruinas históricas, iglesias sobre todo. El ritmo de la ciudad es cansino, no hay notas de color y hay pocos jóvenes, el pasado es aquí parte del aire que se respira.
Veo el puente y el río y una emoción guardada desde la adolescencia—cuando leía sus versos-- aflora al ver fluir el agua debajo de mis pies: “¿Y el viejo romancero/ fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?/ ¿ Acaso como tú y por siempre, Duero,/ irá corriendo hacia el mar Castilla?”. Imagino al poeta sobre el mismo puente y vislumbro que la poesía, y la literatura en general, modifican para siempre nuestras miradas sobre las cosas.

Del otro lado del río aparecen en lontananza los campos que rodean a la ciudad en este comienzo de atardecer primaveral. Y otra vez la visión se ve alterada por el cruce de la otra que está en los versos y provoca mis dudas sobre qué es lo que realmente percibo. “Veía el horizonte cerrado por colinas/ obscuras coronadas de robles y de encinas;/ desnudos peñascales, algún humilde prado/ donde el merino pace y el toro arrodillado/ sobre la hierba, rumia; las márgenes del río/ lucir sus verdes álamos al claro sol de estío(...)”.

Soria está lejana ya mientras camino hacia el monasterio de San Saturio, del otro lado del Duero. Hay allí una especie de camping y después un camino escondido entre la montaña que bordea el cauce y lleva al monasterio que se ve imponente en la distancia y, con los colores del atardecer, tiene un tono sepia. Éste era uno de los paseos favoritos de Antonio Machado, incansable caminador. Aquí “el Duero traza su curva de ballesta en torno a Soria”.

Lo miro todo, un caminante me indica cuáles son las encinas, esas “obscuras, pardas, con el tronco torcido y ceniciento”; me sonrío porque son descripciones típicamente machadianas. Miro los álamos que tienen igual que en tiempos del poeta: “...grabadas iniciales que son nombres/ de enamorados, cifras que son fechas/ (...) álamos del amor cerca del agua/ que corre y pasa y sueña,/ álamos de las márgenes del Duero,/ conmigo vais, mi corazón os lleva”!

Con las primeras sombras llego a San Saturio, empotrado en la roca y reflejado sobre el río. No hay nadie ya, me quedo allí hasta que la oscuridad oculta los colores del agua.

En el regreso, pienso: si la vida de los hombres está hecha de algunos días perfectos, éste es uno de los míos.

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