RINCONES

Un rincón es siempre un refugio, un lugar donde nos sentimos a gusto. Puede ser un ámbito natural, nuestro jardín, ciertos sitios muchas veces poblados de árboles, un recodo de un río o arroyo; o bien un lugar artificial, un café, cierta esquina, algún lugar especial en la casa. En el fondo esos lugares están atravesados por nuestra subjetividad, un rincón es un lugar íntimo, un sitio intransferible, un “locus amoenus” como lo llamaban los latinos.

Para otros puede ser un misterio nuestra preferencia por esos lugares, y no podrás negarme—lector, lectora--, que mientras recorres estas líneas, no giran en tu memoria los diversos refugios que te han cobijado y que aún funcionan a modo de un territorio secreto.

En la literatura también aparecen esos rincones, cómo no recordar aquella arboleda y las retamas que evoca en su primer tomo de memorias el poeta Rafael Alberti: Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento trajinando de una retama a otra [...]. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luza caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda. [...] Cuando por fin allá, concluido el instante de la última tierra [...] me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.”

Cómo no recordar ese jardín de Ferrara que se llevó para siempre la guerra junto a sus protagonistas y que sólo vive en el recuerdo del narrador de “El jardín de los Finzi-Contini” de Giorgio Bassani; o la casa de la infancia a la que vuelve un hombre ya viejo y sufrido en el poema “La vuelta al hogar” de Olegario V. Andrade.

Los recuerdos literarios que evocan o dan cuenta de los rincones son muchos. Ahora quiero volver a los míos. Uno de mis rincones ya no existe, o quizás sí, es un refugio cargado de nostalgia y misterio y tiene que ver con el niño que fui.

Hay un lugar, no muy lejos de una casa centenaria, en el que crece la gramilla, hay unos árboles altos, acacias principalmente, algún álamo aislado. Y recostado sobre ese espacio, en uno de sus extremos un bosque de tamarindos dispuestos en círculo como un espacio mágico. Allí en las siestas solitarias y fatigosas, el niño que fui se internaba en esa espesura, en la sombra fresca de esos tamarindos que conformaban verdaderas cavernas y pasadizos y dejaba en libertad su imaginación custodiada por la seguridad de ese rincón.

Siempre descubría un nuevo túnel, un inesperado vericueto, allí recostado sobre ese mundo vegetal el niño que fui soñaba su infancia, acompañado de un perro y de algunos juguetes y el rumor de los animales en los corrales.

Cuando volví, muchos años después, el hombre que soy, halló apenas vestigios de aquel círculo mágico. El hombre que soy sabe que ese lugar fue lo más cercano al paraíso, un paraíso, quizás irremisiblemente perdido.

El cuadro pertenece a Roberto Lewis y se titula "Tamarindos"

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