HISTORIAS DE NAVIDAD


a J. K. In memoriam

Juan tenía una infancia. También tenía un perro. Ambos quedaron en Wlodawa, en el recuerdo del viento helado y la nieve contorsionándose. Más que el hambre, más que el ruido de los cañones, más que los campos arrasados; Juan recordaba siempre aquellos días de la infancia corriendo por el campo amarillo de espigas, jugando con sus hermanos y vecinos en el bosque cercano o lanzando bolas heladas. Pero esas cosas eran adornos de su infancia.

Su infancia se liga, indisoluble, a su perro. Juan recuerda que las primeras imágenes de su niñez están asociadas a Batuque. Su hermana mayor le dijo que se lo habían regalado el día que nació; lo cierto es que no había mayor contraste verlos caminar desde el campo hacia la escuela de la aldea. Uno, blanquísimo, con el pelo del mismo color de los campos en abril, grandote, desgarbado; el otro, negrísimo, chiquito, de pasos eléctricos para seguir las zancadas del niño.

En vano los maestros intentaron disuadir, primero al niño y después al perro, que no había lugar para ambos en el aula. Pasados los primeros grados, Batuque ya no se conformó con estar echado a los pies de Juan, sino que terminó disputándole la silla o trepado en su regazo, muy atento a los intríngulis de sumas y restas. Compartían el recreo y algún mendrugo o una fruta hurtada por el camino.

Cuando el padre de Juan partió a América, el perro se apegó aún más al niño. A mediados de otoño, en la mesa, frente a la sopa cotidiana, su madre anunció que ahora ellos partirían. Lo que sucedió después se acumula en la memoria de Juan con el caos del vértigo. Los preparativos, las pocas cosas que tenían y que se llevaron las resumieron en dos grandes baúles.

Poco atesora en la memoria sobre la despedida de la familia en la aldea; sí le quedó de ella un largo sacón de lana negra de su primo mayor, que le permitió mitigar el frío y envolver también a Batuque, en el viaje hacia el puerto de Goynia.

Su madre le explicó a punto de embarcar que no podría llevar al perro, Juan se aferró con desesperación al cuerpo caliente del animal. Todavía hoy tiene la imagen de la cara del hombre que se lo arrebató; en la memoria y casi sesenta años después le duelen los brazos, los gritos y le vienen las lágrimas como entonces al evocar aquel forcejeo. Entre dos marineros lo cargaron en cubierta. Vio como Batuque se liberó y corrió por el muelle tratando de alcanzar la nave que se movía con lentitud. Corrió impelido por la angustia hacia la popa, lo llamó varias veces y el perro en medio de sus ladridos buscaba con ahínco el camino hacia el barco. Esa es la última imagen.

En la larga travesía, Juan recorrió todos los vericuetos del buque con la secreta esperanza de hallarlo. En Buenos Aires su padre los esperaba y emprendieron el viaje en tren hacia la colonia. No compartió la alegría de sus hermanos y de sus padres aquella Nochebuena, miraba constantemente sus manos, el piso, el regazo. Unos minutos antes de la medianoche, se levantó, hurgó en uno de los baúles y apareció con el abrigo de lana negro hecho un ovillo entre sus brazos, se sentó y se abrazó a él mientras la noche reventaba de cohetes y de ausencia.

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