El túnel


Si la comunicación de la experiencia es esencial en muchas disciplinas científicas, la comunicación de las experiencias esenciales de nuestra existencia es un tanto más difícil y lo hacemos por aproximaciones, por continuos rodeos en torno de un núcleo de experiencia, a sabiendas de que en el fondo lo que intentamos es un imposible. Porque cómo podemos comunicar la pérdida de un ser querido, la primera vivencia del amor, el nacimiento de una hija o cualquier episodio que ha dejado una huella perenne en tu vida lector o lectora. Más allá de nuestros afanes por verbalizarla, más allá del psicoanálisis, sólo arrastramos a la superficie los retazos de un mundo complejo e intransferible.

Y si me entretengo en estos meandros a modo de un río caprichoso, es para decir que toda experiencia fuerte de lectura (y les llamo fuerte porque nos ha cambiado, nos ha modificado como personas) es en el fondo incomunicable. Por eso los no lectores no entenderán nunca por qué pese al mar, la arena y las sinuosidades femeninas uno persiste en la visión de esas hojas mágicas en la playa; por qué rechazamos las películas previsibles que nos ofrecen en los viajes o por qué a la hora de dormir hay sobre la mesa de noche siempre un tercero en discordia.

Y ahora que los medios anuncian los sesenta años de la publicación de un libro singular, "El túnel", la primera y la más pareja (creo) novela de Ernesto Sábato; ahora digo, como una flecha que dirigida al blanco de la memoria le marca un orificio por donde como esporas, saltan los recuerdos, así me encontré otra vez transportado a la noche en que leí "El túnel". Leí la confesión de Juan Pablo Castel una noche de invierno en mi pieza de estudiante. La leí de un tirón, impactado, sorprendido, atrapado, por ese celoso enfermo que mata a la única mujer que pudo amar. La leí bajo el peso de las frazadas que suplían una calefacción inexistente; pero que gracias a la magia de la literatura, esas páginas conjuraban el frío y el cansancio. Me sedujo María Iribarne, una mujer inolvidable, también me compadecí de ella y (esto no lo entenderán nunca los no lectores) compruebo hoy, mientras escribo, que está más viva en mi memoria que algunas mujeres de carne y hueso que pasaron por mi vida.

El libro pertenecía a Seix Barral, formaba parte de una de las primeras colecciones españolas que llegaron a los quioscos a mediados de los ochenta. Tenía una tapa de color crema, el nombre del autor en letras doradas en relieve y el título en negras, luego la firma en la tapa también en letras doradas. El olor del papel -de pésima calidad- era penetrante, producto de la no muy buena alquimia con la tinta. Ese papel grueso y áspero envejeció rápidamente hasta tornarse casi ocre y mis anotaciones en lápiz apenas se vislumbraban. Hablo en pasado, ya que cuando quise hojearlo para redactar estas notas, comprobé con verdadera desazón que ya no lo tengo. Sé que no volveré a releer "El túnel", pero si encuentras un ejemplar así, házmelo saber.



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