EL AMAZONAS


Mi ojo lo ha visto todo. Todo lo que jamás pudieron imaginar mis padres, hermanos y parientes allá en Trujillo. Con este solo ojo he visto más que la mayoría de los españoles que esperan amojonados en sus pequeñas casas de sus pequeñas propiedades, que nosotros, los hombres con destino de grandeza,--los nuevos Aquiles--, les llevemos parte de la maravilla que nos toca y plata y oros... y cuentos, historias en qué avivar su imaginación menguada.

No ha mucho que he llegado a Cubagua con un manojo de hombres de los miles que traía. Esta aldea prodigiosa nos ha dado sustento y he repuesto mis fuerzas apenas sostenidas por mi orgullo y mi juventud. Han sido muchos los años en medio de un territorio hostil y grandioso. Sé que mi vida de ahora en más será una contemplación de mi hazaña. Quedarán estos escritos y unos pocos testigos de tan inigualable aventura.

Mi bergantín, (ahora anclado allá en la costa), el “Victoria”, es una prueba irrefutable de tamaña empresa. Él mismo ha sido construido con árboles que nunca han sido vistos en España, de troncos que bien pueden ocupar las dimensiones de un corral de ovejas y de una altura que va más allá de la peña de Clavijo. Árboles nacidos en un lugar donde el sol no puede llegar y la lluvia es eterna. Ese mundo descomunal de vegetación y agua, pudo entrar en mi ojo, para que la memoria y la mano que ahora le obedece lo puedan resguardar.

Este ojo ha surcado un río que es el padre de todos los ríos, y que su desborde podría inundar a la mismísima España, otros ríos lo alimentan con aguas verdes, celestes, negras, ríos pequeños parecen y sin embargo traen más agua que el Ebro y el Duero juntos. Nadie podrá sacarme este privilegio: ser el primer hombre civilizado que navegó por sus aguas, aunque ese intento se haya llevado las tres cuartas partes de mis soldados y de los salvajes que me acompañaban y también el sueño de encontrar el país de la canela.


En sus aguas he visto los peces más extraños, alimañas surgidas del averno, y verdaderos monstruos acuáticos, y pájaros del tamaño de un hombre y de colores que harían palidecer al arco iris. Palidezco, yo, Francisco de Orellana, un valiente, ante el grito de las guerreras que asomaron en un recodo del río. Luchamos cuerpo a cuerpo con estas mujeres que los antiguos ya conocían, las amazonas. Palidezco cuando me toco la cicatriz en el hombro izquierdo y la cara de fiereza de la mujer que arrojó la lanza. Allí perdimos demasiados hombres y pudimos huir con la corriente favorable. El río de los ríos no tiene nombre, le llamaré Amazonas, en honor de estas mujeres a las que un día quiero enfrentar otra vez.

Este ojo lo ha visto todo, pero no se cansa y quiere volver al Amazonas. Y volveré, lo juro; lo digo yo, Francisco de Orellana, a pocos días de la Natividad del Señor del año mil y quinientos cuarenta y dos.

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