RÍOS

Y el viaje por los ríos y la literatura llega al final. Volvemos a puerto y como todo navegante, volvemos cambiados, con más lecturas, referencias, experiencias en la faltriquera. Innumerables han sido las sugerencias de lectores y lectoras, es cierto que queda mucho por decir; pero ya la serie se torna larga y es hora de darte descanso, y de evitar que me endilgues el cartel de monotemático y aburrido.
Me quedan algunos recuerdos de novelas o autores cuyo centro ha sido el agua, el río, para ser más preciso. Me quedan leyendas en la memoria que rescatan la creación de ríos centrales de nuestro paisaje como el Limay, el Neuquén y el Río Negro. Me queda la serena imperturbabilidad del agua bajando desde siglos, indiferente a los desvaríos y grandezas de los hombres. He atravesado ríos salvajes, enormes, llenos de vida y ríos serenos, disimulados, que luchan por perseverar y que dan vida; ríos impredecibles y otros monótonos. Cruzo por las mañanas uno cuyas aguas son del color de la sangre. Me he mirado en otros que son verdaderos espejos andantes, algunos dejan ver su interior, muestran sus secretos, otros llenan su lecho de misterio.
Recuerdo “Sudeste”, la primera novela de Haroldo Conti, un enamorado del delta del Paraná y de su paisaje y su gente; para Conti el agua, la navegación era parte esencial de su vida. No es extraño que el Boga, su protagonista, navegue y conozca como pocos los vericuetos del delta. En una de sus páginas podemos leer: “El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir. Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad”.
Enrique Wernicke fue otro escritor que tejía sus historias con el agua y sus personajes tenían una relación muy especial con el río, así podemos leer en “La ribera”: “Vivo en la ribera. Los fondos de mi terreno son como el mismo fin de la tierra porque dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río. El terraplén del ferrocarril es un muro inaccesible que nos tapa la vista de la ciudad. El horizonte del río, por el contrario, nos invita a todas las ansias.” La novela póstuma de Wernicke, a modo de testamento se titula “El agua”.
Nacido en un territorio vasto, en el que los ríos son una extrañeza, Héctor Tizón construye su novela “La mujer de Strasser” en torno a un puente y un río jujeño, “Hilde caminó en dirección al río. Buscaba el ruido de las aguas que al deslizarse tumultuosamente la calmaban, pero también la empujaban hacia adentro, como un símbolo”. En realidad ese puente y ese río son un símbolo de la vida humana.
Recuerdo a Aníbal Ford navegando el Salado pampeano, el Atuel, un río de la infancia. Ríos simbólicos, reales, expresión de vida, de tiempo; ríos que los hombres malgastamos y emponzoñamos por un confort imbécil y suicida.

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