EL OFICIAL PEREYRA

               El oficial Pereyra me mira impasible con sus ojos vacunos y su cara norteña; pienso que debe ser la misma cara imperturbable con la que recepciona la denuncia del robo de un celular o un crimen horrendo. He leído mucho policial a lo largo del tiempo y jamás creí verme envuelto en una de sus tramas; y sin embargo acá estoy prestando declaración en una oficina desvencijada, con armarios escorados y cuyas puertas mienten robustez gracias a los candados que las custodian.

               Mientras observo la oficina viene a mi memoria una frase de Chandler, o mejor dicho de su detective, Philip Marlowe: "El marco de la puerta estaba tan sucio que me dieron ganas de tomar un baño de sólo mirarlo". También me acordé de la descripción de su propio sucucho que hace el otro Marlowe, el de Soriano en “Triste, solitario y final”, pero alguien debió quedarse con mi libro. Aunque si lo pienso un poco, el cuarto tiene cierto aire de despojo y abandono como aquella oficina en la que el comisario Laurenzi mataba el frío allá en La Plata, en un célebre cuento de Rodolfo Walsh. Pero el oficial Pereyra carece de la ironía desencantada del detective de Chandler, carece también del olfato de quien se ha visto en mil y una peripecias y casi las perdió todas. 

               Salí de la oficina maldiciendo mi suerte, poca fe le tenía a quien había tomado el timón de mi caso. Hubiese preferido hasta la pedantería inútil del oficial Arzásola o al chambón del cabo Leiva, pero me hubiera quedado más tranquilo si la investigación la llevaba adelante alguien parecido al campechano comisario don Frutos Gómez, el inolvidable personaje de Velmiro Ayala Gauna, un verdadero maestro en el arte de la deducción, un Sherlock Holmes del campo correntino.
               He vuelto varias veces a ver al oficial Pereyra que siempre me responde con un ahorro de musculatura facial, “estamos trabajando”, tras una montaña de papeles y tinta. No se mueve de su oficina, parece, y me pregunto qué hará con toda la información que le aportan sus pares o las víctimas. ¿La cotejará, será un maestro en el pensamiento deductivo o inductivo, tendrá visiones o sueños esclarecedores a la manera de Isaías Bloom, uno de los personajes de un cuento de Walsh? 

               A veces me digo si los policías en general leerán cuentos o novelas policiales y si en caso de hacerlo, les servirá de algo. ¿Habrá leído a Conan Doyle el oficial Pereyra, sabrá quiénes son Auguste Dupin, o Sam Spade o Hércules Poirot, habrá oído nombrar a Chesterton, a Patricia Highsmith?

               Si algo sabemos los lectores asiduos es que hay ciertas correspondencias entre el mundo posible de la literatura y el mundo real, sólo que en algunos casos esa distancia es enorme como es la que hay entre el mundo policial y la ficción policial. Porque en las novelas y cuentos policiales, muchos de sus personajes son brillantes, poseedores de una inteligencia sublime, otros en cambio son unos perdedores natos que se la juegan precisamente porque no tienen nada que resignar; en ambos casos lo que hay es un ámbito de excepcionalidad, tienen algo de personajes románticos que a nuestros ojos los hace mejores que la sociedad en la que habitan. Una excepcionalidad que el oficial Pereyra no averiguará nunca en qué consiste.
(*) Esta columna nació de la impotencia y la falta de resultados de un robo que sufrimos en casa.

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