Conflictos


               “Le ha perdido el miedo a la vida/ y eso lo hace poderoso e idiota”. Estos versos casi sentenciosos son de un poeta mendocino llamado Juan López que escribe así, tallando las palabras a la manera de un orfebre, de un obsesivo del lenguaje, tanto que es él mismo quien diseña y edita uno por uno sus libros en una editorial propia llamada “Ediciones simples”. Más allá  del placer que le genera el hecho de componer ese objeto físico llamado libro, la actitud de Juan tiene que ver creo, no tanto con lo económico—ya que publicar hoy ediciones de calidad tiene un costo elevado—sino con el celo de cuidar al máximo todos los detalles de la impresión de cada poema que responde a esa obsesión de perfección que mencioné antes.
               Similar actitud tenía Valle-Inclán, él se ocupaba personalmente de sus libros, los editaba y debido a sus problemas económicos a veces los reducía drásticamente para ahorrar papel. Cuando la editorial Destino publicó sus obras don Ramón recomendaba el tipo de papel, la letra y hasta el color de las tapas, que debían ser rojas porque “en las bibliotecas los libros de ese color causan un gran efecto”.
               Quisquilloso como pocos, celoso de su obra y de su prestigio, lo que le valió no pocas enemistades, Juan Ramón Jiménez, el autor de “Platero y yo”, fundó su revista, “Indice” y publicó obras de otros poetas en esmeradas ediciones y así no tuvo que lidiar con editores extraños que tergiversaban sus textos, una vez exclamó “voy a morir un día de una errata”. Kafka era de un rigor similar, cuando se publicó “La metamorfosis” se quejó ante el editor porque el interlineado era un milímetro inferior de lo que él pretendía.
               Maniáticos de la corrección de los originales eran Balzac, y Proust. Cuentan que el autor de “Papá Goriot” entregaba unos manuscritos prácticamente ilegibles, por eso los linotipistas a cargo de sus ediciones exigían cobrar el doble por el tiempo que demandaba descifrar los añadidos y tachones en las galeradas.  Dicen que el autor de “En busca del tiempo perdido” rescribía gran parte de las pruebas de imprenta por lo que en la editorial le asignaron un corrector exclusivo; uno de los que desempeñó esa función por un tiempo fue ni más ni menos que André Bretón.
               Los casos de Manuel Altolaguirre, sobre todo, y de José Bergamín, son llamativos, ya que fueron singulares poetas, pero fueron además sapientísimos editores que cuidaban con esmero inusitado la edición de un libro, que se tornaba un objeto artístico en sí mismo. Altolaguirre debe su fama póstuma tanto a su obra poética como a su labor de editor de la Generación del 27 española.
               Hay más casos, Walt Whitman trabajó como linotipista (una profesión ya extinguida) en una pequeña imprenta en Brooklyn, y ese oficio le permitió armar él mismo la  primera edición de “Hojas de hierba”.
                        Como vemos las relaciones entre escritores y editores han sido complejas desde que comenzó el negocio del libro. Y es así porque es claro que confluyen en el libro dos lógicas muy distintas y la mayoría de las veces no siempre conciliables. Autores y editores se sienten cada uno por su lado los padres de la criatura y esto origina desencuentros y malentendidos.

Comentarios

Entradas populares