DON FRUTOS
Me
conozco de memoria las oficinas de detectives y comisarios de diferentes partes
del mundo. He visto el cuarto de Sherlock Holmes y su pulcritud inglesa; el
escritorio sucio y enclenque que hacía juego con la piecita de Philip Marlowe;
el desorden reinante en la oficina de Maigret que contrasta con el orden de
Poirot. En fin, he pasado frío en la desvencijada y espartana comisaría de
Laurenzi en La Plata, o en la celda 273
de la Penitenciaría Central, epicúrea e inclemente, que albergaba a don Isidro
Parodi, el detective amigo de Bioy y Borges.
Esta larga enumeración muestra mi falta de
modestia y la petulancia de mostrarme como un lector omnívoro de policiales.
Recuerdo haber comenzado casi por azar con un pequeño libro de E. A. Poe (aún
lo conservo) de tapas amarillas y duras, pertenece a la desaparecida colección
(y también editorial) “Club Bruguera”. Auguste Dupin hace gala de una
envidiable capacidad analítica que lo lleva a desentrañar “Los crímenes de la
calle Morgue”, que dicen los historiadores es el inicio del género policial.
Después llegaron las novelas de Agatha Christie que compraba y canjeaba en un piringundín
de usados, hasta que la ironía, el sarcasmo y el engreimiento de Poirot me
hartaron y le cerré la puerta hace ya muchos años.
Connan Doyle y su detective estuvieron en las siestas adolescentes, eran un verdadero reto a la inteligencia. Asombraba la capacidad de razonamiento de Sherlock Holmes para lograr dar con el culpable; como también asombraba la intuición potente del padre Brown, el singular investigador de Chesterton. Como en toda frecuentación asidua, comenzaron las grietas, y ya molestaban la confianza desmedida, el tono superior y la jactancia del triunfo.
En cambio el comisario Laurenzi tenía ciertas fisuras que lo hacían más
cercano a nosotros, contaba sus fracasos, su poca confianza en la justicia de
los jueces, sus aprietes, su debilidad ante determinados casos que le impedían
arrestar al culpable; pero también tenía un ojo de lince para observar detalles
y pistas que lo llevaban a resolver el caso.
Después llegaron los detectives del policial negro sobre todo las
creaturas de Simenon y de Chandler, el Sam Spade de Hammett y el Pepe Carvalho
de Vázquez Montalbán. Personajes entrañables, que mostraban que el mundo del
delito era mucho más complejo que la polaridad buenos-malos o
ladrones-policías.
Pero de todos ellos hay uno que es mi favorito, no sé bien por qué,
quizás porque es único, porque decapita parte de la teoría sobre el género
policial, porque es ocurrente, sabio, ladino, inteligente, comprensivo y
piadoso. Lo descubrí casi por casualidad en una antología policial para
estudiantes. Se llama don Frutos Gómez, es el comisario de un pequeño pueblito
correntino llamado Capibara-Cué y así lo describió Velmiro Ayala Gauna: “Estatura mediana, robustez, ojos pequeños y
renegridos, cabello que empezaba a ponerse tordillo y una menuda barba en
punta, eran los rasgos principales de don Frutos Gómez”.
Don Frutos es un hombre sabio, alguien que conoce a fondo la sicología
humana y su entorno. El campo es su hábitat natural y sería impensable
encontrarlo en una comisaría de ciudad. No fue nunca a la escuela, parece,
habla una mezcla de guaraní y castellano rural, dice: trompesó, pa, nicó,
dentre, refalao, gurí, emprestao; no sabe, por ejemplo, qué quiere decir “deducción”
ante el admiración de su “estruido” oficial Arzásola.
Don Frutos todo lo averigua sin aspavientos y con sabiduría. Un
personaje querible por donde se lo mire, al que dan ganas de pasarle un mate y
sentarse con él junto al brasero de la comisaría para hablar largo y tendido
sobre el bicho humano y sus miserias y sus grandezas.
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