LIBRERÍAS II



La librería como un espacio de placer, de lugar aislado de ruidos, con un olor inconfundible a libros nuevos, a papel y tinta recién salida del taller va quedando atrás.  El libro electrónico ha establecido su cabecera de playa, desde allí avanzará en forma irremediable sobre el territorio librero; y aquella delectación morosa surgida de recorrer lentamente los anaqueles, examinar las tapas, mirar los lomos, indagar los índices corre serio peligro; ya que simplemente ahora adquiriremos un programa informático y sus extensiones. Sé que si sos un amante de los libros este cambio no te gustará para nada, pero ya no hay forma de revertirlo.  
También han cambiado, y lo seguirán haciendo, los modos de compra. Ahora es posible tener a nuestra disposición un catálogo universal de libros, gracias a internet. Esto ha beneficiado a quienes vivimos en zonas lejanas a los grandes centros culturales porque con un clic podemos tener el libro que deseamos al alcance de la mano. Pero dejamos de concurrir a las librerías, perdemos el contacto con el librero y su mundo. Todo se vuelve más frío e impersonal.
Claro, porque nada se compara a apoltronarse en algún recodo de la librería el Ateneo Grand Splendid  en Buenos Aires y pasarse algunas horas leyendo en ese bellísimo lugar rodeado de libros y fantasmas y voces  que poblaron el viejo teatro. A unas cuadras del Ateneo está el sitio (hoy se levanta allí un banco) que regenteaba hace ya más de cien años Jacobo Peuser, un alemán que fundó una dinastía de editores, además de sus librerías y papelerías. La obra editada por Peuser en aquellas dos décadas finales del siglo XIX es enorme, y tiene títulos que luego serían clásicos en la literatura argentina. En 1888 apareció el primero de los populares “Almanaques Peuser” que conjugaban literatura y arte. Y qué decir de los coloridos “Manuales Peuser” que nos nutrieron de información y lectura durante la escuela primaria.
Y si seguimos el recorrido por librerías antiquísimas no puedo no mencionar a “La Riojana”. El local estaba en la calle Alsina y era su dueño un marino español llamado Laureano Oucinde. Este decidió instalarse en el país y comenzó vendiendo su inmensa biblioteca. Por ella pasaban en el atardecer algunos escritores como Miguel Cané, Bernardo de Irigoyen, Calixto Oyuela, Navarro Viola y destacados periodistas atraídos por los libros raros que el marino logroñés ofrecía. Allí se armaba una tertulia que quizás sea el antecedente de estas nuevas librerías-cafés. Esto ocurría en el verano y para evitar el calor del local, los contertulios sacaban sillas a la acera e incluso invadían la calle. Cuando el bullicio de la corneta anunciaba la cercanía del tranway, los clientes levantaban  sus sillas, dejaban paso y luego volvían a instalarse para continuar con la charla. ¡Qué lejos estamos de esos tiempos con nuestra prisa cotidiana!
Las librerías de la llamada “Generación del 80” se especializaban en todo lo que viniera de Francia. Así en la calle Victoria se encontraban la “Librería Francesa” y la de Claudio M. Joly, ambas publicaban catálogos en español y francés y ofrecían suscripciones a periódicos franceses, españoles e ingleses. Un abogado francés, Emilio Daireaux, relató en su libro de viajes la francofilia de la clase ilustrada porteña: “las librerías exhiben en sus escaparates los libros franceses; las novelas de sensación de autores populares en Francia hallan allí mil compradores en el espacio de algunas horas, tan luego como aparecen; los periódicos franceses llegan por fardos […];determinadas revistas encuentran allí tan considerable número de lectores que podrían desear hallar un número igual en las principales ciudades de Francia”.
Es posible que en esos tiempos las librerías fueran un buen espejo del medio intelectual en el que estaban insertas. ¿Lo serán actualmente?

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