ROIG


A pesar de que he perpetrado el periodismo por muchos años, nunca he podido entender determinadas lógicas que dan plena importancia a la cascarilla, a la fanfarria,  a la hojalata, a los vidrios de colores  y no a lo valioso, a lo esencial y permanente; no sé por qué trascienden más los nombres de seres abyectos y delincuentes, los baches y cortes de rutas, la venta de un deportista o su fortuna que el valorable esfuerzo de miles de personas que dignifican nuestra especie. Todo esto para contarte que la mayoría de las veces grandes inteligencias en diferentes campos del saber, que honran a nuestro país, pasan inadvertidas para la opinión pública que se construye con la zaranda que dejan los medios.
Y este largo introito viene a cuento porque me encuentro este viernes con un colega, profesor de filosofía, en un  local de fotocopias (estos sitios se han convertido en centros de peregrinación de docentes y alumnos) y mientras esperamos la charla va y viene y en una de esas idas llega hasta un admirado maestro de mis tiempos de estudiante. “Murió”, me dice y me lo reafirma al percibir mi cara de incredulidad.  Y mientras caminaba hacia el trabajo me preguntaba cómo era posible que su muerte no haya tenido un mínimo de atención en los medios en general; e inmediatamente busqué en mi memoria algunas escenas que me vinculaban a su figura.
Conocí a Arturo Andrés Roig (1922-2012) en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo en el año 84; él venía de un largo exilio en México y Ecuador y los más jóvenes apenas lo conocíamos de nombre y por ser uno de los grandes pensadores de la llamada “filosofía latinoamericana”. Comenzó a dar cursos en la facultad, no recuerdo el título de uno de ellos; pero fiel a su costumbre de desconcertar trataba no sobre un pensador latinoamericano como todos esperábamos, sino sobre Jacques Derrida, apenas entrevisto antes de la dictadura y luego sepultado bajo siete llaves. Muchas de sus clases se centraron en un libro amarillo y voluminoso llamado “De la Gramatología” que él nos facilitaba para reproducirlo, ya que en el país no se conseguía. De aquel curso llamó mi atención su rigurosidad (podía dar vueltas sobre un término largo tiempo) y claridad en explicar temas complejos, su ácida ironía y su sencillez. 

Los caminos elegidos por Roig en su vida intelectual siempre fueron los poco transitados, las huellas que  él se encargaba de profundizar y desbrozar de las malezas del olvido o del desinterés. Alguna vez al hablar sobre sus comienzos como docente dijo: Mientras que en las facultades predominaba una influencia aristotélica, en muchos casos mediada por el filtro de Santo Tomás de Aquino y toda la filosofía católica, yo me rebelé y decidí volver a Platón. Así que me considero platónico”. Muchos intelectuales se exiliaron en Europa o México; sin embargo Roig pasó gran parte de su exilio en Ecuador y sus contribuciones a la historia de la filosofía de ese país han sido importantísimas, en él terminó de escribir un libro fundamental para el pensamiento del continente, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano” publicado en México.
Entre sus influencias estaban, además de Platón, Hegel, Kant y Marx. Desde ese andamiaje y el conocimiento de las ideas filosóficas, políticas, pedagógicas de grandes  hombres latinoamericanos, Roig construyó un pensamiento que él mismo caracterizó como un filosofar cuyo discurso ha sido constantemente diagnóstico, denuncia, proyecto y compromiso”.
En 1994 la Universidad Nacional del Comahue le otorgó el título de profesor honorario y una de las aulas lleva su merecido nombre. Por azar o no, he tenido muchas veces que dar clases en ella, y debo reconocer que cuando voy a entrar y veo su nombre, un poquito de vergüenza me da.

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