MUJERES Y ESCRITURA VII


Eso que llamamos Renacimiento, cuya fecha de inicio es tan controvertida y aleatoria según los países, supone algunos cambios en la consideración de la mujer, sobre todo en el arte.  Por un lado, se libera aparentemente a la mujer de algunas ideas tradicionales, se devela el cuerpo femenino (recurriendo a personajes mitológicos, claro está) como la “Venus” de Botticelli o bien se enfatiza la inocencia, la virginidad y el rostro angelical que corresponde a cierto ideal de mujer en muchos de los pintores de la época. 

Ese ideal de mujer se traslada a la literatura y por influencia de la poesía trovadoresca del Medioevo (el amor cortés) y del sincretismo platónico-cristiano—propio de la época—la mujer queda convertida en la verdadera razón de vivir del poeta, la donna angelicata. Así con su mirada lo eleva al cielo y con el desdén lo desbarranca al infierno. Todo gira en torno a la amada, y uno puede  recordar  a Laura, a Beatrice, a Elisa, a Galatea 

Pero por otro lado, persiste la concepción de la mujer como subordinada por completo al hombre, sin vida social, y cuya función principal es la de prolongar la especie. Detrás de esta mentalidad se avizora la impronta eclesiástica que durante siglos ha moldeado esta imagen femenina en las conciencias; y aún en figuras que quieren romper con la iglesia de Roma y volver a las fuentes, como Lutero, los movimientos de cambio no incluyen a las mujeres, consideradas siempre como el mal: "Las niñas empiezan a hablar y a tenerse en pie antes que los chicos porque la mala hierba siempre crece más deprisa que los buenos cultivos".  

Es cierto que en el siglo XVI hay condiciones materiales, que quieran o no, suponen determinados adelantos para toda la sociedad; uno de esos adelantos que nos interesa sobremanera es sin dudas el incremento desmesurado de la producción de libros (gracias a la imprenta) y su circulación que hace mucho más accesible el saber a determinados sectores sociales y también a las mujeres. Además los humanistas propiciaban la instrucción de la mujer con el objetivo de que volcara sus enseñanzas en la familia. Esta idea aparece en una obra famosa en la historia de la literatura como “La perfecta casada” (1583) de Fray Luis de León. 

Tanta cháchara y para cuándo una mujer que escriba, dirás. Te traigo una enorme e inigualable, quizás la mujer más influyente de su tiempo, Teresa de Cepeda y Ahumada, la monja de Ávila. Un torbellino andante, capaz de derribar los muros más infranqueables; fundó contra viento y marea las carmelitas descalzas y luego junto a su “santico” Juan de Yepes los carmelitas descalzos, órdenes que buscaban volver a una vida serena, solitaria, humilde y de retiro. La obra escrita de Teresa es voluminosa y su prosa, pese a que ella misma se considera “sin letras”, sigue manteniendo aún hoy ese encanto personalísimo que mana de la sencillez y de la emoción. El “Libro de la vida” es la autobiografía que Teresa escribe por 
encargo de sus confesores. En uno de sus capítulos habla de la muerte de su madre: Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.

 El otro gran libro de Teresa es “Las moradas”, una obra cargada de simbologías. En este escrito relata su experiencia mística y constituye un tratado completo sobre el alma y sus relaciones con dios.

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