MUJERES Y ESCRITURA VIII

El Barroco (s. XVII) nos acerca abundantes testimonios de mujeres que escriben. Todas siguen la matriz que te he descripto en varias columnas: por lo general son nobles o bien de familia adinerada y la circulación de sus escritos suele limitarse a las personas más allegadas, la historia literaria las ha relegado a una nota a pie de página o bien a la omisión lisa y llana.

Prueba de esto es el caso de Catalina Clara Ramírez de Guzmán, hija de familia noble, que vivió alejada de la corte y de centros culturales importantes; siguiendo el mandato social de su clase y de ser mujer, no osa escribir para publicar, sino que dice que lo hace para sus familiares y amigos. La primera edición de sus poemas sucede casi trescientos años después, en 1929.

Su poesía lírica está  marcada por las pautas de la tradición retórica masculina, en la que el objeto de exaltación es el ideal femenino creado para tal propósito. Hay en sus poemas una fidelidad manifiesta a la tradición retórica ya que el modelo femenino presentado por los poetas barrocos se mantiene aunque ella incorpora el tema de la discreción. Un fragmento de un poema en el que las palabras no son suficientes para retratar la hermosura de la dama: “Miren en su retrato ya acabado,/lo que va de lo vivo a lo pintado,/y si no es parecido,/ poca culpa el pincel habrá tenido,/ pues aunque fuese Apeles/ ignorara el acierto sus pinceles,/ que siendo su hermosura soberana,/ no es posible imitarla ciencia humana”.

 No hay retratos masculinos en su poesía (tampoco los habrá en la poesía de Sor Juana) y esto responde más a lo social que a lo literario como señala Octavio Paz: “en una cultura masculina que había idealizado a la mujer e instituido un culto poético a la dama (aunque la realidad de la condición femenina no correspondiese a esa imagen ideal), era indecente la descripción del cuerpo masculino. La indecencia se volvía escándalo si la autora de la descripción era una mujer”.

Por prepotencia de talento hubo una mujer nacida en el Virreinato de Nueva España que superó gran parte de las vallas impuestas por el poder masculino aunque finalmente tuvo que capitular. Toda su vida fue una lucha para crear las condiciones necesarias para poder escribir; y escribir era una verdadera obsesión para Sor Juana Inés de la Cruz.

De pequeña mostró unas condiciones excepcionales para el estudio lo que la convirtió en una niña prodigio. Reticente a la corte y poco amiga del matrimonio, ya que estos dos destinos femeninos le impedirían dedicarse al estudio y a escribir, Sor Juana ingresó en la orden de las Carmelitas Descalzas. Mucho se ha escrito sobre su  vocación monjeril; lo cierto es que esta decisión le permitió dedicarse por completo a la escritura y  la lectura. En su celda atesoró la biblioteca más voluminosa del virreinato, tenía también instrumentos musicales y de investigación científica. Su formación intelectual abarcaba áreas tan dispares como astronomía y artes plásticas, filosofía y matemática, música y teología. Toda esta labor le hubiese dado un lugar importante en las letras hispanoamericanas; pero Sor Juana era fundamentalmente escritora, fundamentalmente poeta, quizás la voz poética más poderosa de su tiempo.

 Es difícil citar pequeños pasajes de una obra excepcional ya reconocida por sus propios contemporáneos aquende y allende el océano. Sus versos más conocidos son aquellos de la redondilla en la que se queja de los hombres: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón…”. Con Garcilaso, Quevedo y Góngora integra el cuarteto que llevó al soneto en lengua española a una altura jamás superada. Siempre me ha gustado su autorretrato: “Éste que ves, engaño colorido,/ que del arte ostentando los primores,/ con falsos silogismos de colores/ es cauteloso engaño del sentido;// éste, en quien la lisonja ha     pretendido/ excusar de los años los horrores,/ y venciendo del tiempo los rigores/ triunfar de la vejez y del olvido…”.  Sor Juana murió en 1695, hacía ya muchos años que había dejado de escribir y estudiar por mandato eclesiástico.

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