TERAPIA


Quizás empezamos a comprender la vida que nos toca cuando entendemos que el tiempo no es uniforme como quieren los relojes, que los almanaques sólo sirven para la estadística, el trabajo o los aniversarios. Fue la novela decimonónica la que nos hizo patente a millones de lectores que el tiempo era relativo (Einstein con su teoría—aunque en otro sentido—lo confirmó unas décadas después), que existía un tiempo interior diferente de las horas y minutos. Alguien lo llamó tiempo psicológico. Es el que te hace infinito el tiempo del insomnio e infinitesimal el tiempo del amor. 

No ha mucho experimenté la casi inmovilidad del tiempo; seguramente también a vos te ha pasado, se nos presenta sobre todo cuando estamos enfermos, postrados en una cama. Y si has descendido a esas catacumbas asépticas, escondidas y aisladas del mundo como son las salas de terapia intensiva experimentás la ralentización extrema del tiempo. En ese mundo azulejado, blanco, silencioso, “que ni sé cuando es de día/ ni cuando las noches son”, como dice el famoso romance, pero acá ni siquiera el canto de una avecilla alegra, sólo el sonido de un respirador o de alguna pequeña alarma en los aparatos; en ese mundo el tiempo está detenido. No hay ningún tipo de referencia y la mente divaga contando de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda o viceversa los azulejos blancos que tenés enfrente. Si como dicen muchos, la muerte es un túnel blanco, ahí te vas preparando en una especie de ceremonia de graduación o por lo menos es lo más parecido al limbo. 


Exasperado por la inmovilidad temporal y ya con cierta lucidez fue la literatura la que logró poner a rodar nuevamente los engranajes del tiempo. Comencé a recordar algunas lecturas cuyos temas eran precisamente los relacionados con la enfermedad, la salud, las salas de los hospitales o sanatorios. Y el primero que vino a la memoria fue un cuento de Cortázar, “Torito”, ¿te acordás? El monólogo en la sala de un hospital de Justo Suárez, que viejo, pobre y enfermo recuerda sus días de gloria cuando era el boxeador más famoso de la Argentina. Lástima esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p'arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con Peralta...”. 



Hay un cuento extraordinario del italiano Dino Buzzati, se llama “Los siete pisos” y es la historia de  Giuseppe Corte, que padece una enfermedad leve y le recomiendan un sanatorio especializado. Al llegar le asignan el último piso, ya que el hospital tiene una organización muy peculiar:Los enfermos eran distribuidos piso por piso, de acuerdo a la gravedad. El séptimo, o sea el último, era para los casos muy leves. El sexto estaba destinado a los enfermos no graves, pero que necesitaban cuidado. En el quinto se curaban afecciones serias; y así, sucesivamente, de piso a piso. En el segundo estaban los enfermos muy graves; y en el primero, los desahuciados”.Por razones fortuitas, errores inexplicables y designios misteriosos el protagonista lentamente va descendiendo los pisos. 



También recordé una novela clásica de la literatura alemana, “La montaña mágica” de Thomas Mann, en la que su protagonista,  Hans Castorp, llega a un sanatorio de los Alpes suizos a visitar a su primo enfermo. Sin embargo las cosas se complican para el joven que termina internado en el sanatorio durante siete años. Uno de los grandes temas de la novela es la interrelación tiempo-enfermedad. 

Cuando conté que durante mi estadía en terapia me la pasé recordando enfermos literarios, algunos amigos me miraban con resignación y una mueca que expresaba no sé si compasión o la necesidad de que me busque un analista. 

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