FIGURAS



Envejecer no es sólo que se te caiga el pelo o te puebles de canas o te duelan las articulaciones o tengas que usar anteojos para leer o el entorno de los ojos se transforme en el mapa ferroviario de la Argentina. Envejecer es eso, pero sobre todo es ver cómo tus hijos lentamente dejan de depender de vos y te miran desde su nueva estatura, también es quedarte de a poco sin referentes. Aquellas figuras tutelares que formaron desde tu infancia y hasta no hace mucho parte esencial de tu vida, ya no están, y un alto y gélido desierto te puebla el sentimiento.  

No pases la hoja, no busco hacer una elegía familiar, aunque sí te voy a hablar de algunos referentes que no estaban en el trato cotidiano, pero sí formaban parte de los lugares y de la rutina diaria. Referentes que sólo les das importancia cuando desaparecen y su ausencia es una especie de “zona cero” barrial o pueblerina. Seguramente a vos te habrá pasado con el quiosquero de la esquina o con una vecina y su jardín, con la voz que todas las mañanas o tardes te acompañó desde la radio; referentes que ayudaban a que tu estar en el mundo fuera más cobijante; y los echás de menos cuando se desarropa la intemperie.
 

En mi pueblo muchos de esos referentes han desaparecido, lo que hace que cuando recorro sus calles hay siempre una especie de confluencia de diversos tiempos y lugares, una especie de “cronotopo” bajtiniano pero potenciado; a ver, si te lo puedo explicar de alguna manera. Seguramente te ha sucedido que cuando andás por sitios muy conocidos de tu ciudad o pueblo te viene a la memoria alguna imagen del pasado con sus protagonistas que se monta a la imagen actual, así ves en la vidriera de esa tienda poblada de maniquíes, la vieja panadería a la que venías a comprar cuando eras chico y, superpuesta a la elegante vendedora, las figuras de Lucero, Rinaldi, Mendoza o Cucatto, viejos panaderos de mi pueblo. 


A veces al andar por el centro me parece vislumbrar, entre la gente, al “Pibe” García, parado en la puerta de su zapatería o bien de charla en la vereda o en algún bar.  Nunca supe su nombre, siempre fue el “pibe”, el tipo más porteño que he conocido a pesar de que llevaba más de veinte años por aquí. Una verdadera Biblia del fútbol. “Te puedo dar la formación de Boca desde el 45 hasta el 65, viejo, en esa época los jugadores duraban en el club, no como ahora”, me decía siempre. Era cierto, una memoria prodigiosa, una pasión explosiva, una elegancia sin igual, peinado a la gomina, bigotito bien cortado, los zapatos relucientes, devoción por los amigos y  las mujeres y un secreto guardado bajo siete llaves son su resumen aproximado. 

Todas las tardes, infaltable en mi paso hacia el colegio, sentado en la ventana de la mueblería “Rapsodia”, estaba “Carucha”, apodado así por un problema que tenía en su cara. Jamás supe su nombre, aunque intercambiábamos algunas palabras y saludos cuando íbamos o regresábamos de clases con el “flaco” Uranga. Todavía hoy miro a veces la ventana vacía donde se sentaba en las tardes a ver pasar el pueblo.

Esa calle que lleva a mi casa paterna y a mi infancia sigue teniendo a pesar del tiempo a dos referentes de aquellos años, don Ambrosio, que ahora arregla las bicicletas de mis hijas como hace décadas arreglaba la mía; y don González, parado en la puerta de su farmacia, de charla con alguien, con más canas y menos bigote, pero el mismo porte elevado. 

Y ahora mientras desayuno en este nuevo café y el póster gigante de Jim Morrison custodia mi espalda, es inevitable al mirar el techo y sus paredes, no recordar que aquí estuvo “El emporio de…”, un corralón en el que compraba casi todo el pueblo y que tenía un olor inconfundible, supongo que por la mezcla de mercaderías; y detrás del largo mostrador de madera, las figuras entrañables de sus dueños, Quinto y “Quico” Farroni. 

Seguramente vos recordarás los tuyos, a medida que escribía estas notas llegaban a golpear las puertas de mi memoria algunos personajes que el barniz del tiempo había opacado.  

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