MARTÍNEZ ESTRADA

 



Me siento un puritano en un burdel” dijo alguna vez el hombre al que Horacio Quiroga le envió aquella carta del 27 de junio de 1936 en la que repasaba su vida. Ha pasado mucho tiempo y el hombre pequeñito, de mirada enérgica conserva la carta ahora amarillenta entre sus papeles más preciados. Hay viento del mar que trae frescor en el invierno incipiente de Bahía Blanca. Está enfermo y sabe que la flecha disparada hace ya muchos años en San José de la Esquina está por concluir la parábola. Se le dibuja un rictus que quiere parecerse a una sonrisa al pensar en la frase. Sabe que el puritano es él y que el burdel es ni más ni menos que Argentina.

Martínez Estrada va y viene en el recinto de su biblioteca, mira de reojo algunos de sus libros, sobre todo le atraen los de poemas. Mira sus títulos y relee algunos y se dice que nada tienen que envidiarle a Lugones, a Fernández Moreno, al propio Borges tan de moda ahora. Siente otra vez lo que siempre lo ha perseguido, la postergación, la falta de valoración de su talento, no solo como poeta, sino también como narrador porque son pocos los que pueden escribir un relato como “Marta Riquelme”, y su teatro apenas se representa. En cambio como ensayista se ve reconocido pero cuestionado una y otra vez por sus ideas. Es que ese hombre pequeño burgués, de aspecto inofensivo (hasta que uno se encontraba con su mirada) era un transgresor, un temible crítico del poder y de la sociedad, un pensador a trasmano de las ideas dominantes, un verdadero incorruptible que ponía el dedo casi siempre en la llaga que más le dolía a la sociedad.

En 1933 publica un libro complejo, heterodoxo, provocador e inteligente, se llama Radiografía de la pampa” . En él no solo está el ensayista notable, sino también el narrador que usa procedimientos literarios en este texto reflexivo. Como un verdadero taxidermista, disecciona a la Argentina con el afán de comprender sus males.

Martínez Estrada recuerda las polémicas encendidas que levantó un libro que atribuía gran parte de los males del país a una Argentina macrocefálica: “La cabeza de Goliat”. Aquí retoma el viejo tópico de la ciudad versus el campo; y a partir de esa idea desarrolla la oposición de la metrópoli y sus males contra los pueblos y aldeas oprimidos. “Ahora Buenos Aires es España, la Metrópoli. Nuestra enemiga en casa. Absorbe, devora, dilapida, corrompe. Es un foco de infección. El interior, el territorio, la nación y el pueblo, le queda sometido: ella lo esquilma y lo embauca. El país es la colonia a la que tiene que mantener sometida y embrutecida, para evitar que se le venga otra vez encima con los caudillos a caballo”.


Más allá, en el estante de arriba, su libro más querido, quizás, “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, en el que vuelve sobre el poema de Hernández para desentrañar y entender la Argentina. El ensayo está lleno de procedimientos literarios que permiten leerlo como una obra hondamente reflexiva y como literatura.

Fiel a sí mismo, recuerda su crítica feroz del peronismo al que veía como autoritario; también criticó a quienes lo derrocaron. En una polémica periodística con Borges sobre Aramburu y Rojas, este lo acusa de favorecer en sus conferencias indirectamente al peronismo; Martínez Estrada le responde: “(Aramburu y Rojas)…son de la peor calaña, de la mayor ruindad, porque no sólo se envilecen ellos sino que predican el catecismo del envilecimiento…. Así, denostado por los peronistas y antiperonistas por igual, incomprendido por muchos, se queda solo, salvo la compañía de algunos pocos amigos.

Tampoco nadie entendió su viraje ideológico y su apoyo y defensa de la revolución cubana, a tal punto fue su deslumbramiento que se radicó en La Habana. “Si hay algo parecido a la felicidad, seguramente—se dice—son algunas tertulias con Quiroga en mi juventud y mi estancia en Cuba”.

Ahora tiene un grupo de poemas escritos recientemente sobre el escritorio, “siempre se vuelve al primer amor, como dice el tango”, piensa. Es de noche, y el hombre pequeño y lúcido apaga la luz de su biblioteca y sale dispuesto a darle una tregua a ese cuerpo cansado mientras el viento del mar repica en los postigos.


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