CAMINANDO IV

           


En esto de andar por los caminos con la mochila a cuestas, me encontré con Ramón, un hombre bueno, que tenía un almacén de ramos generales con bar incluido y un famoso auto fúnebre, un Cadillac 49 imponente en su negrura y adornos mortuorios. Me quedé un tiempo allí. Dos cosas me intrigaban, tal como lo escribí en la columna anterior: un cajón enorme ubicado en el galpón sobre unos caballetes pequeños y a su alrededor sillas; y el sótano al que no podía acceder ya que siempre que había que buscar algo iba Ramón o algunos de sus hijos o nueras.

         La casa acumulaba habitaciones en hilera, hecha de adobe, tenía entrada por varios sitios y daba parte a un jardín y a una cancha de bochas. En esa casa vivían también los hijos de Ramón y sus mujeres; todos se dedicaban a las faenas del campo y la cría de animales, además de atender el almacén y la cochería. Ramón me llevaba con él a hacer los pedidos y al banco a un pueblo cercano; casi siempre llegaba cuando el banco estaba cerrado, ya que daba una y mil vueltas antes de salir y a veces pasaba a saludar a algún amigo o pariente en el campo. Rogaba que me tocara ir en la cabina; pero una vez tuve que viajar, para espanto mío, en la parte de atrás del auto fúnebre y el viaje se me hizo interminable.

          Una noche el bar estaba repleto y tuve que poner en práctica mis escasas habilidades como mozo. Por suerte apenas dos copas rotas y un plato de maníes por el piso, pero nada grave. “Chango, vení, llevá este pedido al galpón”, me dijo Ramón y a mí la mandíbula se me trocó en un trozo de gelatina, ya que en ese galpón estaban todos los ataúdes y busqué alguna excusa, nada se me ocurrió en el momento y allá fui. Una luz mortecina y una nube de humo me recibieron al abrir la puerta. Sobre el sarcófago gigante caían dos focos desde el techo y una veintena de hombres se inclinaban sobre el tapete verde que ahora cubría el cajón. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra divisé una gran cantidad de billetes y los dados que iban y venían por la tapa, muchos miraban, otros se apoyaban en los cajones apilados como queriendo no ver lo que les deparaba la suerte. Y me pregunté si alguna vez quien ocupara definitivamente esa mesa tan especial oiría sobre la tapa el repiquetear de los dados buscando un siete esquivo.

         


Un domingo por la tarde comenzaron a llegar varios autos de diferentes pueblos, muy elegantes los visitantes, aunque yo no había visto preparativos de fiesta; además el bar estaba cerrado. “Chango, me gustaría que vinieras con nosotros a una reunión muy especial”, me invitó Ramón y dije que sí. Cuando hubo un grupo de unas quince personas enfilamos para el bar, pensé que había una merienda o algo así.  Abrieron la tapa del sótano y comenzaron a bajar, medio obligado por quienes venían atrás, lo hice yo y me encontré frente a una especie de santuario. Nunca fui ni seré valiente para estas cosas por lo que mis manos no le acertaban a los bolsillos. Era una sesión de espiritismo, sí, de esas que uno ve en las películas con médium incluida (en este caso una mujer gorda que imitaba diferentes voces y que provocaba el llanto de una señora mayor). Me pasaron un jarro con agua bendita para que bebiera tres sorbos, yo no registré el pedido y me empiné un buen trago hasta que me quitaron el recipiente. En un momento me dijeron si no quería preguntar algo al espíritu, y a mí no me salían ni las gárgaras, por lo que negué con la cabeza. Dos horas después el suplicio terminó.

     Me quedé dos días más con Ramón y su gente, pero el sueño se me había alterado un poco y pensé que lo más sensato era irme del lugar. Por las dudas, durante un buen trecho de camino y mientras me alejaba, miraba hacia atrás con la esperanza de no ver el Cadillac 49 persiguiéndome por la huella.

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