CAMINANDO V

            


“Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre”, y sí, esos versos de Mastronardi pintan esa región tal cual es. Mi vieja mochila siguió viajando y del norte seco pasé al otro, verde y húmedo. Dejé un pueblo y me interné en el campo y mientras caminaba seguía en mi memoria el resto de los versos de Luz de provincia”.  Me adentré por ese territorio que tan bien caracterizara Gerchunoff en Los gauchos judíos”, claro que muchas décadas después. En una encrucijada de caminos que presidía una enorme casa escuché gritos y enseguida vi venir al animal que enfiló directo a mi humanidad. Atrás aparecieron dos mujeres intentando atajar a la vaquillona, inmediatamente agité como aspa de molino mi mochila para detenerla; pero mi carrera de torero terminó allí, ya que un asta se enganchó en la correa de la mochila y volamos los dos. Afortunadamente la vaquilla giró y corrió en dirección a la casa. La mochila y el fracasado Manolete estaban más que rotos por el golpe en medio del camino.

            


Así fue como conocí a Laura, la chica del violín. En esa casona cuyo frente y fondo daban hacia la inmensidad de las cuchillas tuve cobijo. Laura y su mamá, Ana, se ofrecieron gentilmente a reparar mi mochila y mi pantalón. Después me quedé ayudando en las tareas elementales del campo, dar de comer a los animales, llevarles agua, aprendí a ordeñar; todo esto mientras Moisés, el varón de la casa, estaba en la capital por comprar un nuevo tractor. Los desayunos más ricos del mundo los tomé allí, pan casero recién horneado, manteca casera, miel recolectada de unos panales cercanos y café con leche. Y por si fuera poco, Laura.

             Laura era una especie de reencarnación de la otra Laura


que inmortalizó en sus poemas Petrarca, tenía por decirlo así, una “belleza judía y renancentista”. Tocaba el violín en forma prodigiosa, canciones tradicionales de su colectividad pero también Bach, Beethoven. A sus dieciocho años se debatía entre estudiar odontología o ingresar en algún conservatorio para dedicarse de lleno al instrumento. En ese momento disfrutaba de las vacaciones antes de decidir su destino. Yo también disfrutaba de su música y de su presencia, sobre todo en el atardecer cuando el calor menguaba y el canto de las chicharras se unía al del violín, y el sol era ya un rastrojo más de trigo en el horizonte. Otras veces nos íbamos a la siesta debajo de unos grandes árboles, y junto a un pequeño canal nos tumbábamos en el pasto y le recitaba aquellos versos de Garcilaso, “Corrientes aguas puras, cristalinas,/ árboles que os estáis mirando en ellas,/ verde prado de fresca sombra lleno,/ aves que aquí sembráis vuestras querellas…” y ella asombrada me miraba con los ojos más límpidos que vi.

          Con el gran angular que dan los casi treinta años que me separan de aquella escena, los veo allí tan jóvenes, tan inocentes y soñadores, tan frágiles, y me gustaría ir hacia ellos y corregir la historia; pero no se puede, la vida no es una columna en la que es posible borrar, corregir o alterar una y otra vez lo hecho.

          Sabía que no podría despedirme de su madre y de ella y de Moisés, por eso una noche, me comporté como un verdadero cobarde y hui y no miré hacia atrás. Nunca sabré qué hubiese sido de mi historia con Laura, de mi vida por esos lugares.  Pero pienso, mientras recuerdo y la llovizna de agosto apelmaza los techos, que estas historias tan similares a las tuyas son como puertas clausuradas, pasajes a otros mundos, a otras vidas que no vivimos, experiencias que se quedaron en el limbo de lo posible. ¿Qué puerta que cerraste lector, lectora, te estarás lamentando ahora?

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