HISTORIAS DE NAVIDAD

RECOMENZAR


Andrés Miscovich cumplió ochenta años la víspera de Navidad. Ese 24 de diciembre amaneció caluroso y húmedo y hacía presagiar tormenta. Fue hasta el potrero, a buscar la vaca para que su mujer la ordeñara y como un relámpago se vio niño allá en esa aldea polaca que la memoria ha difuminado conservando apenas un nombre, algunas escenas campestres, las caras de sus padres iluminadas por la chimenea una nochebuena de viento y nieve.

Pensó en que todo se repite, en que el tiempo pasa para los cuerpos pero no para las situaciones, y mientras llegaba con la vaca al corral tuvo la certeza de que "es una mentira que cumplo años".

La Navidad lo desconcierta, porque con el paso de los años hay una sensación casi física del frío y la nieve que lo rodeaban cuando iba con sus hermanos por el campo en busca de leña para la única comida lujosa del año. Y estas Navidades en la colonia, tan sofocantes, tan verdes y floridas de alfalfas y tomates. A lo lejos la tormenta ya era una amenaza.

Cerca del mediodía aporcó algunos surcos de pimientos, sacó yuyos de la quinta y preparó el lechón que esa noche serviría para el doble festejo. Después de la siesta, sintió ganas de recorrer la chacra. Miró con satisfacción el maíz creciendo cerca del desagüe, los tomatales que este año si tenían buen precio y la fábrica pagaba la cosecha en término quizás pudiera comprarse un auto para no estar tan lejos de todo.

En el atardecer, el calor dio paso a la lluvia y unos goterones gruesos marcaron la tierra, luego se desató un vendaval de piedra y granizo que levantaba vapor del horno de barro ya encendido. Dos horas duró la tormenta y cuando terminó, también habían acabado los sueños de cosecha de ese año.

La cena fue amarga, los amigos y los hijos trataban de mantener cierto espíritu navideño, pero apenas se lograba. Después del doble brindis, y pese a la insistencia de todos decidió acostarse. Mojó la almohada y gran parte de la noche no durmió. Dudó del destino y de Dios.

Su mujer escuchó ruidos, miró el reloj que con las primeras claridades marcaba las seis. Estaba sola en la cama, preocupada salió hacia el galpón cuidando de no caerse en el barro, y por un instante pensó lo peor. Abrió la puerta y lo vio: sentado sobre un fardo con la lima empuñada por las dos manos callosas, Andrés Miscovich, afilaba pacientemente la reja del arado para salir otra vez y como siempre, a arar el campo.

Comentarios

Entradas populares