SORIA

“¡Soria fría, Soria pura/ cabeza de Extremadura/ con su castillo guerrero/ arruinado sobre el Duero; / con sus murallas roídas/ y sus casas denegridas!”. Pocas ciudades en el mundo deben su fama literaria a un escritor. Pocas ciudades en el mundo son motivo de peregrinación de aquellos fanáticos que se saben sus versos de memoria y buscan identificar, a casi un siglo de ser escritos, los lugares, las atmósferas de esos poemas.

Cuando Antonio Machado llegó a Soria en 1907, la ciudad era apenas un conglomerado de siete mil habitantes. Su estadía durará apenas seis años; sin embargo esos años cambiarán para siempre su vida y también su destino de poeta. Allí se casará, perderá su mujer; escribirá “Campos de Castilla”, un libro esencial de la lírica del siglo XX.

Soria es hoy una ciudad austera, un lugar ascético, sin el ornato de la bonanza española de las últimas décadas. Parte del casco antiguo está en un terreno llano, el resto de la ciudad se ha extendido hacia las “colinas pardas” pero en lo esencial sigue pareciéndose a la descripción de Machado, con los campanarios poblados de cigüeñas.

Dos o tres veces tropiezo con algún adoquín fuera de nivel, en la parte vieja de la ciudad. Descubro una librería; el mobiliario es antiguo como la mujer que me atiende. Le pido un ejemplar de “Campos de Castilla”, sonríe cuando descubre mi acento argentino y se acerca a la vidriera para señalar una ventana del primer piso de la casa de enfrente: “allí, en esa habitación vivió Machado”.

Le agradezco el dato y pienso en los contrastes entre esta soriana orgullosa de mostrar las huellas de don Antonio y aquellos sorianos que miraban con recelo y antipatía a ese profesor un tanto excéntrico. Antipatía que se trocó en indignación y escándalo cuando Machado, ya con 34 años, se casó en 1909, con Leonor Izquierdo, una muchachita de apenas quince.

Jadeo por entre las calles empinadas en plena siesta castellana; busco la iglesia del Espino, en tiempos de Machado separada de la ciudad. Mientras avanzo recuerdo los versos aquellos a su amigo Palacio y su pedido: “...Con los primeros lirios/ y las primeras rosas de las huertas, / en una tarde azul, sube al Espino, / al alto Espino donde está su tierra.”

No he traído flores. El cementerio es pequeño y está pegado a los fondos de la iglesia. Un cartel que se repite cada diez metros me guía hasta la tierra de Leonor. La tumba tiene un pequeño cerco y en la lápida de piedra gris, una foto impertérrita al tiempo y sus inclemencias revela un rostro de niña enferma, junto a una leyenda: “Con amor, Antonio”.

Al salir, reparo en un gigantesco olmo seco ubicado en una pequeña plazoleta. Me acerco y leo la primera estrofa: “Al olmo viejo, hendido por el rayo/ y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido.” Otra vez los contrastes. Pienso “señuelo para turistas” y desciendo hacia el centro de la ciudad.


Iglesia de El Espino y el olmo seco

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