LECTOR IN FÁBULA

En el principio era el verbo y el verbo se hizo escritura y la escritura estaba sola. Solita con su alma en este mundo que todavía no se podía llamar así, porque no era más que una especie de limbo. Vagaban por él las letras dispuestas por el creador como niñas huérfanas en la noche oscura, como perros callejeros en la ciudad. Y el Escritor pensó que su invento era absurdo, un juego que nadie jugaba y lo quiso destruir, aunque le daba pena hacerlo personalmente.

Entonces creó al varón y la mujer para que deshicieran lo escrito. Todo estaba en penumbras, vagaba la pareja por diversos lugares apenas entrevistos hasta que vislumbraron en forma confusa una hilera de signos, la primera frase colgando de una hoja del manzano. Con temor primero y con infinita curiosidad después se acercaron y leyeron: “hágase la luz” y de repente la luz se hizo y descubrieron la inmensidad que los rodeaba y las diminutas señales en cada objeto que miraban: Había nacido el mundo.

A lo largo de los siglos los teólogos (cuando ya el creador se había retirado del mundo y aceptado el fracaso de la misión encomendada al varón y la mujer), disputaron en innumerables concilios si leer era un pecado o no. Estos últimos sostenían que el sentido del mundo provenía de la lectura del mismo, que todo era escritura y que nuestra misión era leer los innumerables signos dispersos en la realidad.

Para los otros, leer era uno de los ocho pecados capitales. Los hombres enloquecían por culpa de esas pequeñas hormigas inmóviles en hilera, contaban casos aberrantes de personas a las que se “les secó el seso” por tanta lectura, de otros que se olvidaban de todo por estar transportados vaya a saber dónde, llevados por “la loca de la casa”, la imaginación, que era asaz peligrosa.

En fin, ganaron los últimos, pero tuvieron que negociar y aceptaron excluir a la lectura de los pecados cardinales, pero enviaron ejércitos y ejércitos a borrar las letras inscriptas en el mundo. Así los hombres olvidaron el don de la lectura porque la escritura fue borrada de las cosas y puesta en custodia por los poderosos. Sin embargo, hubo hombres que podían leer aquello que imperfectamente los otros habían borrado, que descifraban los indicios, las huellas que habían dejado las palabras hurtadas.

Y así, con los siglos y siglos, lentamente la escritura habitó nuevamente entre nosotros. Volvió por el empeño de aquellos descifradores de lo oculto (que no son otra cosa que hombres y mujeres sensibles), volvió en papiros, en pergaminos, en hojas de árboles, en tablillas de cera o de cerámica, en papel, en pantallas...

“Un libro es un objeto más entre los objetos”—decía Adolfo Ruiz Díaz, entrañable maestro—“es necesario un/a lector/a para que devenga en un hecho estético”. Sartre había comprendido, no sin cierto fastidio, que su omnipotencia de escritor necesitaba de la labor de esos seres anónimos: las lectoras y lectores para que terminasen su trabajo.

Leer es un acto de generosidad, la otra mitad de la esfera del mito de Platón.

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