AGONÍAS

“Parece Isidorito”, repetíamos ante un niño salvaje y ventajero. “¡Es Isidoro Cañones!” comentábamos sobre el hijo de tal que se dedicaba a despilfarrar lúdica y mujerilmente el dinero del padre. “¿Qué hacés Lupín?” era nuestro saludo canchero con aquel cuya nariz se destacaba del resto de la cara.

Cuando recuerdo estas frases me percato que ya no las escucho en las situaciones cotidianas y que pronunciadas por alguien dejan fuera de la complicidad de sentido a un número cada vez mayor de personas.

Esto es inevitable. Pertenezco a una generación que vio la lenta agonía y casi la extinción de las historietas, más precisamente, de las revistas de historietas. Soy de los que se iniciaron en la lectura por placer alargando las siestas ominosas con las aventuras pergeñadas por Dante Quinterno y su indomable héroe tehuelche: Patoruzú. Después, claro, seguí con la versión infantil pero no muy cronológica de Patoruzito y un tiempo más tarde me aficioné al farrista emblemático: Isidoro Cañones.

No sé la frecuencia con que salían esas revistas con su formato apaisado tan especial, y siempre en blanco y negro. Un pariente, un amigo eran quienes nos surtían de esas aventuras tan particulares por lo inverosímiles, aunque previsibles, de Patoruzú. A medida que crecíamos establecimos cierta empatía con Isidoro. Era el Play Boy al que todo le salía bien y algunas de sus características estaban presentes en muchas de las personas concretas de mi pueblo. En cambio Patoruzú estaba encapsulado en el mundo de la historieta, hijo de un tiempo en que los héroes eran desmesurados y únicos.

Un poco más allá de los quince años creo que dejé de leerlos en forma asidua y ya no me atraían Upa, el capitán Cañones, Ñancul, Chupamiel y otros tantos. Había descubierto, en esa biblioteca privada que es el baño, una nueva revista de historietas que traía la primera y la última aventura en color y el resto en blanco y negro, se llamaba “El Tony”.

¡Cuántas horas sumergido, cuando el tiempo era una lenta brisa, en esas entretenidas aventuras de Mark y su mundo postguerra nuclear, Pepe Sánchez con sus disparates y el Cabo Savino y su vida de hombre de frontera!

Después, ya totalmente en colores, seguí con todas las demás revistas de la editorial Columba, especialmente con “D’artagnan”. Allí disfruté de la más bella historieta guerrera: Nippur de Lagash, del agente secreto Denis Martin, del impasible y mítico cowboy Jackaroe, de Savarese y la mafia neoyorquina; todos salidos de la mente de uno de los grandes del género: Robin Wood.

En “Fantasía” se destacaba “Mi novia y yo” y en “Intervalo”, que completaba el cuarteto de oro de la editorial, “Gente de blanco”. No sé en qué momento y siguiendo otros intereses dejé a esas compañeras de juventud, de días de viento o lluvia; compañeras que me transportaban al mundo de la aventura.

Muchos años después la editorial Columba cerró. Consciente de la pérdida, salí a buscar los últimos ejemplares como homenaje a un tiempo de lecturas y sueños.

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