EL ALEPH II


Mientras camino hacia el Museo Británico, pienso en esas cotidianeidades del mito Marx. Y como mortal, en esta ciudad que lo albergó desde 1849 hasta su muerte en 1883, me asaltan sus contradicciones y sus coherencias. Por un lado, el burgués estudioso que conocía a fondo a todos los pensadores de su época, dueño de una memoria fuera de lo común, que podía recitar a los clásicos en su idioma original, incluido Cervantes en nuestro español. Por otro es el redactor de uno de los documentos filosófico-políticos que marcará a fuego la historia del proletariado del final del Siglo XIX y de gran parte del XX: El manifiesto comunista.

Por Great Russell Street las casas conservan el aire victoriano e imagino a Karl Marx andar por esta calle durante varias décadas, cargado de cuadernos y libros, rumbo al Museo para seguir su labor de lectura y de toma de notas que lentamente se irán decantando en su obra, escrita al amparo de la noche y cobijada por el insomnio que padecía desde su juventud.

Sale a mi paso un mendigo, quizás para recordarme que la miseria no puede ser tapada por la opulencia; e inevitablemente me viene a la memoria los desvelos económicos de la familia Marx. Gran parte de las tres décadas en el exilio londinense fueron solventadas por su amigo Engels, ya que el trabajo de Marx como periodista en diversos medios, oficio que detestaba, apenas alcanzaba para subsistir.

Es frecuente en su correspondencia la mención a las penurias económicas: “Estoy en unasituación mucho más desesperada que hace cinco años, y ya no sé qué camino tomar (...) Lo peor es que la crisis no tiene visos de acabar. No sé a qué dedicarme para abrirme camino”, escribe en 1857.

Como buenos burgueses que eran tenían, tanto él como su esposa Jenny, una preocupación constante y a la vez casi infantil por las apariencias, que los llevaba a toda una serie de mentiras y engaños pueriles.

La imponente sala de lectura del Museo Británico está restaurada, es una invitación a la historia de la cultura. Ya no está la biblioteca que el autor de “El Capital” frecuentaba, ha sido trasladada a otro edificio. Me siento un buen rato a observar el lugar en el que trabajaba ese hombre que cambió, con su mente, lápiz y papel, parte de la historia contemporánea.

De ese hombre agobiado por la miseria propia y la de los otros, sobre todo la del proletariado que era sometido a las más viles explotaciones; de ese hombre saldrá una obra multiforme, inacabada, enorme, lúcida, compleja sobre la sociedad burguesa de su tiempo y que tendrá una enorme influencia en la vida política de muchos pueblos.

Sus ideas, sus análisis siguen siendo plenamente fecundos en el campo de los estudios humanísticos: ¿qué sería de la sociología contemporánea sin su aporte, de Bourdieu, por ejemplo? ¿Qué sería de los estudios culturales, de la “escuela de Birmingham”, de Raymond Willians? ¿de Gramsci, de Althusser y de tantos más?

No hace falta, pero lo digo: el mito Marx sigue vivo.

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