BALANCES

[Publico dos columnas actuales para que no queden desfasadas y luego continúo con las de fútbol]
No hay balance a fin de año, salvo en los papeles de oficina. Estamos demasiado ocupados concluyendo lo que teníamos pendiente hasta último momento o preparando las vacaciones, o bien en una cura reparadora después de tantos misiles gastronómicos y etílicos. El balance del año, inevitable, llega en vacaciones.

Allí uno o una frente a la majestuosidad del lago y la montaña, o frente al río que baja de las sierras o en las escaldadas arenas de las revalorizadas playas argentinas busca los ecos del año que se fue.

Ahí, sentado con su soledad, uno o una se pregunta sobre los aciertos, errores y horrores, lo que se propuso y lo que logró. En la mayoría de los casos la distancia entre lo propuesto y lo que conseguimos no se mide con cinco dedos. Además uno o una descubre que el catálogo de errores se engrosa año a año y que las viejas metidas de pata tienen una vitalidad sorprendente.

Este amanuense tiene su propio balance, mientras mira el mar y lee de vez en cuando. En el 2005 no escribí los poemas que quería, ni la novela que tenía planeada, ni el cuento ya listo en mi cabeza; no dejé de desear la mujer de mi prójimo, ni las sin prójimo; no pude con el orden, ese tirano que no me doblega a pesar de sus intentos, y por lo tanto perdí algunos libros, no encontré innumerables papeles que sí encontré pasada ya la ocasión que los requería; no contesté los correos electrónicos de mis amigos/as con la premura que uno espera y a veces ni siquiera los contesté esperando tener mejor ocasión. No fui al gimnasio como me aconsejaron y me entretuve en levantar vasos y botellas. No viajé lo suficiente aunque las horas sentado frente a la computadora bien podrían equivaler a una vuelta al mundo. No me reconcilié con mis ex mujeres, ni con mis ex amigos, ni con mis ex abogados, menos con los y las imbéciles con los me crucé a lo largo de los días. No leí Shakespeare.

Tengo, debo confesarlo, dos viejas mochilas, compañeras fieles de tantos caminos, una es simbólica, es una vieja tara arenosa hasta hoy imposible de aventar. Padezco del síndrome de los diez minutos después. Siempre se me ocurren las cosas diez minutos más tarde. Y eso me pone mal. Muy mal. Porque, lo juro, soy capaz de decir frases geniales, ingeniosas, contestaciones impecables, acciones perfectas, pero todo a destiempo.

Soy un asicrónico, lo peor es que por apenas diez minutos, lo que lo vuelve torturante porque uno puede evocar la situación que apenas se está disolviendo y ver cuál era la mejor manera de hincarle el diente y sacarle todo el jugo que había que sacarle. La realidad para mí sería fantástica si ese instante se repitiera diez minutos después, si uno pudiera vivir el instante dos veces, si la realidad fuese una cadena de segmentos cíclicos. Como Aquiles no alcanzaré la tortuga y en diez minutos me arrepentiré de esta columna.

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