EL FIN DE LA BOHEMIA


La bohemia como tal, como cierta etapa histórica tiene un comienzo—ya descrito en otras columnas—y un final. Su deceso se produjo de manos del sistema de vida capitalista que acaparó para sí mismo los medios de producción cultural y le cerró al artista los caminos para poder desarrollar su arte. En la sociedad burguesa finisecular, tanto en París o Madrid, ser artista bohemio y con cierto reconocimiento equivalía sí o sí a ingresar a los circuitos culturales burgueses.

Es por eso que muchos artistas como Darío o algunos pintores impresionistas tienen en cuenta al gran público y buscan llegar a él, se consideran bohemios en un sentido distinto al de Verlaine o Rimbaud. Para ellos la bohemia es una manera de ser artista, una condición espiritual caracterizada por cierta concepción elitista o aristocrática de la inteligencia. Y esa fe en su arte hace que negocien—les guste o no—con los nuevos medios de producción orientados hacia las multitudes a las que buscan de una manera u otra seducir. Conservan de la antigua bohemia el gusto por la noche, los prostíbulos, las fiestas, los cafés, el alcohol, la droga, la errancia y el poco apego a otros trabajos que no sean los de su propia obra.

La auténtica bohemia, la del escritor “maldito” como Lautréamont, cuyo último gran representante es Verlaine, que no negocia con su arte y se complace constantemente en dinamitar todo sistema de ideas y creencias burguesas, entra en un campo de sombras.
La mayor parte de esa bohemia fin de siglo terminará enrolada en el activismo político, militará en el socialismo y en el anarquismo y en general se desvanecen las pretensiones artísticas de aquellos que las tuvieron.

Para algunos estudiosos la bohemia artística como tal, como movimiento estético surgido en pleno Romanticismo, unido a una forma de vida, culmina apenas entrado el siglo XX.

La ciudad, básicamente París, centro de la vida bohemia, provoca en muchos escritores de la periferia una idealización muy difícil de imaginar. París era para Darío “la ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño." Pero pronto los artistas hispanoamericanos especialmente se desilusionarán de la ciudad y de su bohemia, que consideran en la mayoría de los casos corrupta por el dinero. Coetáneo de Rubén Darío, compañero de andanzas por la ciudad luz y célebre bohemio, Francisco Gómez Carrillo, tuvo esa impresión al tomar contacto con la capital francesa: “(…) todo lo que yo había soñado desvanecíase poco a poco ante una realidad tan burguesa, tan poco idealista. ¿Era aquello París…? Entonces, verdaderamente, casi hubiera valido más no conocerlo, para seguir amando su imagen falsificada y embellecida por los poetas.”

Pocas serán las figuras artísticas que no decepcionarán a aquellos jóvenes que buscaban en París la auténtica bohemia. Paul Verlaine, viejo, borracho, pobre, maldito y genial será el arquetipo del poeta que ellos por talento y por condiciones vitales no pueden ser.

La edad dorada de la bohemia se había eclipsado bajo las nubes de la sociedad capitalista.

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