SABOR Y MEMORIA

La memoria es un territorio misterioso e inesperado. Un lugar de la aventura, una perinola (¿se seguirá usando?) de sensaciones que giran ante la situación más trivial. La memoria que va siempre acollarada de la imaginación—esa “loca de la casa” como la llamaban en la Edad Media--, nos transporta, nos envuelve, nos hace anclar en un tiempo paralelo al actual.

Por qué tanto caracoleo, se preguntarán los lectores o lectoras; y debo contestar porque la memoria es laberíntica y por uno de sus pasillos abiertos por el sabor del dulce de batata desemboqué en la infancia y en las letras.

El sentido del gusto, la memoria, la imaginación transformados todos ellos en literatura. A la manera de Marcel Proust al degustar la famosa magdalena en “En busca del tiempo perdido”. Pero antes de avanzar por los senderos de la ficción y de los sabores, hablaré de mí, si se me permite la petulancia.

A lo largo de cuatro décadas uno cambia y vaya si lo hace. Cambian nuestras ideas, nuestros gustos, nuestra visión de la realidad; cambiamos pero hay pequeñas reverberaciones que se mantienen constantes. Una de ellas es en mi caso el sabor del dulce de batata. Cuando esa pasta semisólida inunda la boca más que ir al estómago desemboca en el tiempo, un tiempo de infancia y de escuela, de mesones verdes y rondas y juegos entre los pinos junto a una taza de leche, de historias que aparecían por primera vez en mis oídos. Y así, andando los años me he convertido en un experto en este dulce, los he probado todos con la esperanza de que alguno se aproximara al que provocaba aquellas sensaciones en la infancia, pero no lo he encontrado.

Seguramente usted, lectora, lectora evocará a medida que se desliza por esta columna diferentes comidas, postres, dulces que dispararán su imaginación y memoria a lugares recónditos y sumergidos, a tiempos idos, a personas queridas; estos sabores—les guste o no a los científicos—forman parte ya de nuestra genética.

Quién no recuerda el olor penetrante y único de la cascarilla (¿existe todavía?); o del arroz con leche o de la fécula de maíz espolvoreada con chocolate. Todos estos platos o infusiones están asociados a infancia y juegos interminables con amigos y primos.

Hay una ceremonia culinaria que el tiempo ha interrumpido. En los veranos de mi larga (algunos sostienen que todavía sigue) adolescencia el rito era comer, por lo menos una vez, el inigualable pastel de choclo de la tía Carmen, un verdadero regalo para la vista, la nariz y el paladar.

Hay un zapallo dulce y naranja, de cáscara rugosa que mi madre ponía en el horno de una cocina de leña marca “Volcán” en las noches de invierno e inundaba con su aroma cálido la habitación fría y que después comíamos con cuchara mientras escuchábamos algún radioteatro u hojeaba por enésima vez el único “Anteojito” que tenía.

Sabores algunos perdidos, recuperados y agigantados por el recuerdo, otros persistentes y actualizados en ceremonias íntimas.

Comentarios

Entradas populares