HISTORIAS DE NAVIDAD

José y sus hermanos

A Raúl y Miguel

José Jorchuk espera el tranvía en esta Nochebuena calurosa, siente que ese clima festivo no le pertenece, porque él y su familia y su hermano y hermanas están de paso por Buenos Aires.

Mientras espera repasa mentalmente algunas momentos de sus treinta años, demasiado pocos para decisiones tan fuertes. Inmediatamente la imagen de la nieve cayendo incansable y sus ojos claros del otro lado del vidrio perdidos en la lejanía del campo emblanquecido y frío. El pueblo, el frío y la pobreza tan monótona casi como la nieve. Los ojos nublados ahora por las escenas de la casa paterna, de la infancia feliz y el tranvía que se va.

Insulta en ruso por lo bajo y se resigna al próximo. Dos o tres caminantes pasan cargados de paquetes. Les envidia por un momento tener ese destino fijo. “Mañana voy a ver las cosas”, se dice. Las cosas son en realidad algunas que José y sus hermanos trajeron de Rusia y otras que juntaron a lo largo de 10 años de vivir en Argentina y que ahora están en una bodega del puerto esperando por un barco que tarda en zarpar.

Y está el dolor, el inevitable dolor de volver, porque los 10 años pasados en la Colonia Rusa, allá en Mendoza lo han modelado para siempre. Le dieron un idioma nuevo y todavía un tanto resistente, los amigos indelebles, el fútbol, el mate, el olor de otro campo con zampas, pichanas, algarrobos...

Pero tanto esfuerzo y el campo no da, “no es ésa la vida que vinimos a buscar a América”, piensa casi con seguridad y los recuerdos de la aldea natal se agigantan. Se achica en sus ojos el tranvía que no espera. Decide caminar las treinta cuadras “para ver si se me aclara la cabeza”.

Ahora que vuelve a Rusia no sabe si siente más nostalgia por la aldea natal o por la Colonia a la que dejó hace un mes, ahora que se va se siente un barrilete tironeado por dos hilos. Alguien que no es de ninguna parte.

En medio de la noche, y contra un zaguán en penumbras, José Jorchuk llora su errancia, su angustia y su desconcierto. Lo interrumpe una voz pequeña y firme. Es un niño lustrabotas, lleva un pan dulce y su cajón con esfuerzo. Dos o tres veces le pregunta qué le pasa. Entre avergonzado y abatido José le cuenta. El chico le pasa la mano por la cabeza y se sienta a su lado.

Los dos callados, cada uno en su mundo. Hasta que el niño rompe el envoltorio de su pan dulce, lo parte con la mano y le da un pedazo. Primero se extraña y después lo acepta, comen en silencio mientras se oyen las campanas de las iglesias anunciando la Navidad.

En el sabor dulce y salado del pan y sus lágrimas, en la compañía de un niño desconocido en medio de la soledad de la noche, José Jorchuk entendió que él y sus hermanos habían encontrado su lugar, ahí en Buenos Aires, ese 24 de diciembre de 1958.

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