SEGUNDO

Hay gente que nace en el tiempo equivocado, que desde el vamos manifiesta un defasaje con la época que le toca vivir. Hoy eso se experimenta cada vez más debido a la vorágine a la que está sometido el presente. La vertiginosidad de los cambios provoca en muchos de nosotros eso: vértigo. Los que tenemos cuatro décadas venimos de un tiempo sosegado; ni qué hablar de aquellos nacidos en la primera mitad del siglo XX, han visto pasar todos los cambios, tantos que el contexto en el que fueron jóvenes parece más propio de la prehistoria que de la edad contemporánea.

Se llamaba Segundo, como el gaucho Don Segundo Sombra, que inmortalizara Ricardo Güiraldes en su novela. Y como el personaje literario, él fue el arquetipo del gaucho, uno de sus epígonos, quizás el último de una raza especial que conocí. Su época, estoy seguro, fue el siglo XIX, la inmensa llanura pampeana, el caballo, las faenas del campo, el mate largo junto al fogón y el lento abanicarse del tiempo.
A contrapelo, cabalgando contra el viento del progreso, vivió en ese contraste que se fue acentuando con los años. Despreció el tiempo de la modernidad, ignoró el reloj y la velocidad de las horas medidas y organizadas en que dividimos nuestros días. Podía llegar de visita a las dos o tres de la mañana y aguardar que los dueños de casa se levantaran y así matear y charlar hasta el amanecer. Cuando salía de su casa tardaba horas, semanas o meses en volver. No conoció el apuro, seguramente no oyó ni siquiera mencionar la palabra “estrés”. Cultivaba la paciencia, esa que los orientales proclaman y que él la había adquirido en su contacto con la tierra, sus animales y sus tareas. Trenzaba lazos, maneas, bozales con parsimonia y maestría, y lograba—como los viejos hechiceros—entretener al tiempo y manearlo.

Cabalgó varias provincias, llevó animales en arreos propios de su fantasía desde Choele Choel a Mendoza. Por puro gusto, se iba a visitar a los amigos a caballo en travesías de quinientos kilómetros que duraban más de tres meses, y que le permitían adentrarse en la inmensidad del monte y frecuentar la soledad, los parajes inhóspitos y el silencio. Sí, tenía obsesión por el silencio; varias veces lo oí lamentarse de los ruidos de los pueblos y de las ciudades, lo trabajoso que era para él poder dormir.

Era flaco y alto a semejanza de un chañar desgarbado, tenía patillas al estilo Facundo Quiroga, un bigote infaltable suavizaba su cara ajetreada por los soles. Usaba gorra o sombrero, un eterno pañuelo al cuello, camisa y bombacha. Hablaba lento, con voz suave y un tono carraspero; se sonreía casi siempre. Armaba cigarrillos con lentitud de ajedrecista. Como hombre habituado a los soliloquios le gustaba entretejer historias no siempre verosímiles.

Hace unas horas me enteré que el viejo resero había dejado ya de cabalgar. Se apeó en Puerto Madryn. Imagino que ahora sus huesos cabalgarán en esa otra inmensidad tan azul; pero también tan llena de soledad y silencio.

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