OCHENTA


Gabo cumplió ochenta. Y hemorragias de tinta en todo el mundo hispanohablante se han asociado al festejo. Además han buscado coincidencias entre su cumpleaños, la fecha de aparición de su novela más famosa y la entrega del premio Nobel. Un cóctel explosivo para sacar jugoso partido. Es decir que por un tiempo García Márquez ocupará el centro de la escena literaria. Ya hubo maratón de lectura a cargo de famosos; el 26 de marzo en el Congreso de la Lengua, en su Colombia se presentará la edición homenaje de “Cien años de soledad” con una tirada de quinientos mil ejemplares a un precio bastante accesible, dicen.

Es inevitable. En otras columnas hemos hablado si tienen razón de ser estos aniversarios y si aportan algo a la figura o a la obra en cuestión. En nuestra época no es posible disociar literatura y mercado, por lo que cada una de estas fechas—cuando se trata de artistas o de obras—tiene su cuota de interés que las vuelve un poco sospechosas. Pero a su vez permiten para muchos una puerta de acceso al conocimiento de un autor o de una obra. Las sensaciones son ambiguas.

También hay cierta inquietud de mi parte, una inquietud carente de lógica y es la siguiente: me cuesta admitir que ese anciano de pelo y bigote blanco y anteojos enormes de miope sea el escritor que uno ve en las solapas de los libros que están en mi biblioteca. Quizás tienda a asociar la escritura de esos libros, su perennidad con las fotos cuyo referente—a la inversa de Dorian Gray— se sigue desgastando con el tiempo. Es la misma zozobra que experimento ante el envejecimiento de los rockeros. Pertenezco a una generación que creció en un contexto en el que el rock era una música hecha por jóvenes y para jóvenes, sin embargo hoy quedo perplejo ante los aliños que el tiempo ha hecho en la mayoría de aquellos rebeldes. No asocio mi propio cambio al cambio de determinadas esferas del mundo circundante, olvido aquel famoso verso de Machado: “cambian la mar y el monte/ y el ojo que los mira”.

Pero volvamos al cauce principal después de todos estos meandros. Volvamos a Gabo. Después del Tony, después de Corin Tellado, después de Lafuente Estefanía, García Márquez está asociado en mi memoria con la pasión de leer, con la puerta de entrada a la literatura. En aquel adolescente cuyo tiempo era un remanso, la escuela me brindó la oportunidad de encontrarme con un librito pequeño, rarísimo (para mí), que trataba de una espera y que tenía una violencia contenida que en cada página estaba a punto de estallar. Comentábamos el final, sobre todo la palabra “mierda” que cerraba el libro. Fue el primer escalón.

Algunos años después, tirado en el piso de un comedor, buscando el frescor ausente de las siestas del desierto patagónico, devoré en ese enero encendido, la saga de los Buendía. Aún recuerdo el aroma del papel, el color de la frazada que me aislaba de las baldosas y el hueco del tiempo tallado por esa historia inolvidable.

(En la foto, García Márquez con Augusto Monterroso)



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