CHACARERO

Vivimos en la cultura de las grandes urbes. En el centro de esta vida, que algunos llaman posmoderna, está la ciudad como condensación de todas las virtudes, el terreno ideal para el capitalismo que más que una forma económica es una forma hoy casi excluyente de vida. Es que el mercado centra toda su artillería en las ciudades, es allí donde se concentran los clientes, a los que se busca seducir y crearles necesidades. Parece ser que existir plenamente significa vivir en grandes metrópolis no importa a qué costo; mientras que pertenecer a un pueblo es, por estas latitudes, sinónimo de retraso y de cierta conmiseración.

Asistimos a los estertores de la cultura campesina, una cultura que es casi tan vieja como la humanidad, que resistió a todos los avatares de la historia, desde reyes o emperadores, a diferentes sistemas sociales y económicos; pero no pudo resistir a los andamiajes e intereses de nuestra época. La forma de vida agraria, con sus modos de pensamiento, usos y costumbres va entrando lentamente en el escenario del pasado.

Pertenezco a la cultura campesina. Mi genealogía familiar se hunde en el socavón de la historia amasada de tierra y agua, de trigo y maíz, de tomates y uvas, de caballos, de bueyes, de arados de madera y luego de metal, de pasto recién cortado, de parvas, de canales, de tormentas de granizo, de sudor, sobre todo del mucho sudor y de pobreza.

Soy, junto con muchos de mis coetáneos, de los primeros que rompimos una tradición de cientos o miles de años, de no trabajar la tierra. Fue la generación de mis padres quienes pudieron dar el salto del campo a la ciudad, salto traumático, provocado más que por el convencimiento, por las asfixiantes condiciones socioeconómicas. Sin embargo siempre conservaron un lazo que los unía al mundo rural, un modo de pensar y de actuar propio de la mentalidad campesina, junto con la conservación de determinadas tradiciones y tareas. El trabajo rudo y físico era una línea de continuación entre esos dos ámbitos y también la certeza de que si querían podían reinsertarse nuevamente en el mundo campesino.

Mis amarras con el mundo rural están definitivamente cortadas. Carezco de la más mínima habilidad para ejecutar cualquier tarea que por generaciones mi familia ha venido realizando.

Los libros han marcado mi vida, sin embargo a medida que se acrecientan los años no me he sentido ni un erudito, ni intelectual, ni... sino una especie de chacarero letrado, un campesino instruido, alguien un poco extraviado en ese espacio de las letras. Como si de ese mundo definitivamente perdido me llegasen armonías y ecos que resuenan en mis genes y provocan cierta incomodidad, la sensación de que uno es un impostor, un intruso en esos sitios.

El placer de escribir o leer durante horas a veces se ve empañado por la idea de que no es plenamente trabajo ya que éste, en el mundo de donde vengo, es trabajo físico. Incómodo en uno, desterrado del otro, me revuelvo girando en la zozobra.

Comentarios

Entradas populares