Ciudad/campo

La tensión entre ciudad y campo, dos formas de vida diferentes se remonta a varios siglos, y si bien esa puja lentamente ha ido inclinándose a favor de la ciudad, siempre se mantuvieron esos dos polos como antagónicos. En la literatura hispana hay ejemplos ilustres, como la fábula incluida en Libro de buen amor entre el ratón de Monferrando (el campo) y el de Guadalajara (la ciudad). También aquella famosa obra de Fray Antonio de Guevara, “Menosprecio de corte y alabanza de aldea” (1539), en la que se pone de manifiesto los contrastes entre la vida cortesana, con todas sus perdiciones y la vida natural que Guevara idealiza; y “El villano en su rincón” de Lope de Vega, su protagonista no puede adaptarse a la vida en la corte y añora su villa y su libertad. Como vemos en la literatura clásica española es el campo el poseedor de virtudes que inculca al hombre y es la ciudad la que lo corrompe.

Todo eso cambia con el Romanticismo, y para nombrar sólo una obra fundante de nuestra literatura, el Facundo” de Sarmiento invierte los términos, la ciudad es la civilización y el campo la barbarie. En contraposición Martín Fierro” achacará a la ciudad y su política, las desgracias del campo. Pero la tensión todavía continuaba.

Decíamos en la columna anterior que es a nuestra época la que le corresponde el raro privilegio de ser quien provoca la agonía de la cultura más vieja de la humanidad, la cultura campesina. No es que el campo desaparezca, sino que los usos de la ciudad invaden el campo y lo trastocan, lentamente van minando esa cosmogonía. Son las prácticas campesinas las que se van borrando y se cambian, de la mano de la tecnología, por determinas prácticas ciudadanas.

Cada vez menos nos encontramos con un habitar campesino. La mayoría de los pobladores de la campiña han optado por irse a la ciudad (o abrigan ese deseo) y vienen desde allí a explotarlo. Además hay cada vez menos prácticas específicas del campo y tienden a uniformarse con las de la ciudad. Por ejemplo, manejar un arado tirado por bueyes o caballos requería de habilidades especiales, hoy manejar un tractor es casi muy similar a un automóvil, prototipo de la vida citadina.

También la vieja sabiduría de leer en la naturaleza los avatares del tiempo, se cambia hoy por sofisticados pronósticos al alcance del celular o de internet. Los oficios o determinadas tradiciones manuales se pierden con nuestros padres o abuelos. La mayoría no estamos interesados en continuar con esas costumbres; ya nadie faena cerdos ni hace chorizos, ni amasa pan, es más cómodo comprarlos en el supermercado.

El campo comienza a ser un lugar de excursión, un sitio extraño al que se va de visita. Y lentamente un mundo se va adelgazando, despidiéndose en silencio y con él se pierde una parte central de la historia del hombre. No hay regreso posible salvo el de la memoria y la nostalgia. Estas líneas también quieren retener—en homenaje a mis mayores—parte de una vida familiar que se disipa como estas nieblas otoñales.

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