ECOS

La realidad no es una sola, es una construcción en la que intervienen diversas variables. Imaginemos que la realidad es la superficie de un lago, esa superficie nunca es serena, está agitada por diversas ondas provenientes de diferentes centros a la manera de cuando tiramos una piedra en un estanque. Imaginemos que cada centro difusor de ondas, cada piedrita caída en la superficie son corrientes de pensamiento, formas de ver el mundo, ideologías, movimientos espirituales, etc. Muchas de las ondas provocadas por cada piedra se han amenguado, algunas desaparecieron arrastradas por otras más poderosas, de algunas nos llegan las últimas vibraciones. “Metafórico estáis”, dirás a la manera de un personaje quijotesco.
De una de esas piedras que causó oleajes importantes en la realidad y cuyos débiles ecos aún perduran es de la que quiero hablar. El Romanticismo fue básicamente una nueva mentalidad y sensibilidad que inauguró el siglo XIX y que en diversos aspectos y en distintas regiones tuvo una duración acotada. Sin embargo muchas de sus ondas llegan hasta hoy en el imaginario de la gente. Me refiero a algunos aspectos del Romanticismo como movimiento estético, y sobre todo, literario.
Una de las primeras ideas que aún perduran es la de identificar autor y personaje. La voz que allí aparece es la del autor que se “confiesa”, porque la obra es la expresión de sus sentimientos. Si bien es cierto que con el Romanticismo las distancias entre autor y personaje se redujeron al mínimo, siempre en el personaje hay una “deformación” de esas vivencias dadas por el género, las convenciones de la época, el lenguaje...
Apagado los ecos del movimiento romántico, hay determinadas frases célebres de grandes autores ajenos a esa estética, que siguen alimentando esa idea romántica. El caso más famoso es el de Gustave Flaubert, autor de “Madame Bovary”. Ante el éxito de esta novela y la insistencia de la crítica por saber quién era el modelo en la realidad de esa muchacha a Flaubert se le ocurre una frase un tanto desgraciada: “Madame Bovary, soy yo”. Desconcierto de muchos porque esa mujer no tenía una equivalencia en lo referencial, satisfacción de otros que persistían en la idea de la obra como reflejo de su autor.
Tiempo después también el dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906) contribuyó al malentendido al decir que “los personajes salen del corazón”, una imagen que cualquier escritor romántico hubiese suscripto con los ojos cerrados. Para reírse de esto, Humberto Costantini (1924-1987), ese poco valorado gran cuentista argentino, comentaba que sus personajes le salían del hígado, imagen ramplona y nada literaria.
Y aún hoy muchos no distinguen y adjudican actitudes y opiniones de los personajes a sus autores. En realidad los personajes, esos seres de ficción son verdaderos engendros, Frankensteins multiplicados, armados con vivencias, imágenes, rasgos de gente concreta, anécdotas, mucha imaginación y fundamentalmente de palabras.
Las voces que aparecen en un poema, un cuento, una novela, una pieza teatral son personajes que existen en un plano diferente del individuo que los creó, unidos a su mesías por el cordón umbilical de las palabras

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