REFERENTES



Hay un cuadro de Wassily Kandinsky llamado "Composition VIII", allí el pintor ruso explora las figuras geométricas y las líneas en el espacio. Dos jóvenes que lo contemplan manifiestan su perplejidad, otros dicen no entender nada, y otros se preguntan si eso es arte. Lo que estas personas expresan es sin dudas la posición de muchos que se aventuran a la pintura moderna. El desconcierto proviene de no hallarle referente, es decir, una conexión que vincule la figura de la pintura con una figura que esté en la realidad. Al no haber conexión, esas personas no pueden dar sentido al cuadro y éste se manifiesta como opacidad, como un sinsentido.

Esto es en pintura, algo menos en la literatura, obra de las vanguardias estéticas de las primeras décadas del s. XX que buscaron cortar amarras con el realismo estético, con el naturalismo cientificista que con férrea unión vinculaban (pretendían) la obra con su correlato en la realidad.
No pretendo aburrirlos/as con teorías sobre referencialidad, sino simplemente acercarnos a un problema complejo que está presente, aunque no lo creamos, en la cotidianeidad.

En esto la música, al emplear sonidos y no imágenes y palabras tiene ventaja sobre la literatura y la pintura en este equívoco de la referencialidad. Nadie objetaría que “Train” ejecutado por el saxo de Coleman Hawkins, no es igual al tren tal, o que no se parece en nada al expreso que va a Chicago. Los músicos se liberan de esa pesada carga de responder por sus modelos.

Aún hoy, muchos espectadores ven con otros ojos una película basada en hechos reales, como si tuviera cierta ventaja a la hora de juzgar sus méritos. A lo largo de la historia de la literatura esta exigencia por el referente se acentuó a partir del s. XIX. Ya mencionamos la frase aquella de Flaubert, “Madame Bovary, soy yo” que provocó desconcierto en los lectores, ya que esperaban una mujer como modelo. O los ríos de tinta que corrieron para buscar quién era la mujer de carne y hueso que Cortázar llamó “La Maga”, conozco algunos delirantes que a su paso por París, juraban haberla conocido; o el enigma sobre la identidad real de Alejandra (personaje de “Sobre héroes y tumbas”), una de las mujeres más atrayentes de la literatura argentina. Ambas mujeres viven en el mundo posible de lo literario e importa poco y nada si tuvieron o no un modelo concreto fuera de ese ámbito.

Con las ciudades literarias sucede otro tanto. Recuerdo que cuando “Pedro Páramo”, esa novela perfecta de Rulfo vio la luz, incontables críticos y lectores salieron por la geografía mejicana para descubrir el “verdadero” Comala, el pueblo donde se desarrolla la historia. La búsqueda terminó en fracaso, Rulfo tuvo que desalentarlos también al decirles que ese pueblo existía sólo en la novela; lo mismo se podría decir de Macondo, de García Márquez o de la ciudad de Santa María de Onetti.

La literatura o el arte en general son planetas autónomos que no necesitan girar en la órbita de nuestra realidad por extraño que nos parezca.

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