VACACIONES

Ahora que es tiempo de solaz y de descanso, quiero lector o lectora compartir algunas experiencias de este tiempo de vacaciones por la costa atlántica. En realidad las vacaciones constan de dos momentos, el previo, cargado de proyectos e ilusiones y el de las vacaciones propiamente dichas, entre ambos una distancia equivalente a los talentos literarios de Coelho y de Tizón.

Uno pensaba, con el aguinaldo y el sueldo me alquilo un departamento con vista al mar, dos ambientes y cochera. Después de averiguar por Internet, teléfono, diarios uno no sabe si alquila en la costa nuestra o en la costa azul francesa. El dos ambientes quedó en un mono, la vista al mar se transformó en vista a los balcones del edificio de enfrente a cinco cuadras de la playa, y el auto estacionado frente a la plaza, lo que provoca tres o cuatro corridas nocturnas ante el menor sonido de una alarma.

Uno pensaba, me llevo una reposerita, el diario, las revistas, algún libro y me la paso todo el día en la playa disfrutando de la tranquilidad. Bueno, en esas cinco cuadras cualquiera puede confundirme con un nepalés cargando las provisiones para ascender al Everest: el diario y las revistas entre los dientes, la sombrilla a modo de fusil, la bolsa con los juguetes para la arena que mis hijas utilizan cinco minutos por día, las reposeras en una mano, la heladera en la otra, los toallones y esteras sobre los hombros y el bolsito con el equipo de mate colgando del cuello.

En cuanto a la tranquilidad en la playa, es cosa del pasado. Ni bien logro instalarme debajo de la sombrilla, a la que abrazo cual novia quinceañera para que el viento no la vuele, me sobresalta el churrero a puro grito, luego el inmediato contrapunto de mis hijas: “papá, compráme”. Les compro pero el problema se presenta cuando le voy a pagar. Sabido es que a la playa no se lleva la billetera por cuestiones de seguridad, y entonces luego de revolver todos los bolsos y demás vericuetos descubro que los billetes arrugaditos estaban en el bolso de las cremas y bronceadores y parecen untados en salsa golf.

Mientras escruto el mar con mirada filosófica y me dispongo a relajarme, al heladero se le corta la correa de la conservadora y me la da en el pie. Lo bendigo diez veces, el tipo no sabe como disculparse y les regala dos helados a las nenas y para mí un poco de hielo seco.

No puedo leer, pasa el budinero, pasa el que vende ojotas, el que vende collares, el que vende mallas, diarios, pirulines, y de repente uno que grita “chipá calentitas” y la frase que preveía: “papá, compráme”, apoyada ahora por “Viejo, comprá, así vemos qué son”. Pancitos calientes con queso, eso son; pero están un poco fríos y el queso adquiere las propiedades de un pegamento plástico, y por algunos instantes, pese a mis denodados esfuerzos, no puedo separar mis mandíbulas, por señas pido un mate, agua o algo líquido para despegar mi dentadura.

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