SILENCIOS


“La enfermedad hace agradable la salud; el hambre la saciedad; la fatiga el reposo”, decía el viejo Heráclito apoyado en el devenir y en la convivencia de los contrarios. Y me reconozco heraclitano: a veces es necesario perder algo para echarlo de menos, valorar cosas, afectos, presencias cuando ya no las tenemos.
Es complicado establecer qué es lo contrario del silencio, porque uno inmediatamente tiende a colocar al ruido, algunos a cualquier sonido; pero ahí todo se oscurece ya que también hay silencios en la música, el lenguaje mismo es impensable sin los silencios. Recuerdo poetas como Blas de Otero o Juan Gelman que hacen del silencio parte sustancial del poema.
El propósito de estas líneas no es hacer un estudio filosófico, si se quiere, sobre el silencio, sino simplemente hacer notar cómo en nuestra vida cotidiana el silencio es cada vez más difícil de encontrar. La vida actual hace de cualquier tipo de sonidos (un escape libre de un auto, una moto poderosa, un equipo de audio generoso en decibeles) verdadero culto y cuando esos sonidos desaparecen inmediatamente intentamos reponerlos, porque estamos inhabituados al silencio.
Así cuando salimos a caminar o correr por algún bosque, playa o lugar desolado vamos acompañados de algún adminículo tecnológico como un aparato de música o nuestro apéndice celular. Disfrutamos poco de los sonidos ambientales que la naturaleza nos proporciona, es más, ya casi ni reparamos en ellos. Aquí hago una salvedad, no se trata del silencio puro, sino de la ausencia de “sonidos tecnológicos”.
Algo similar sucede en nuestras casas. Siempre debe haber de fondo una radio que nadie escucha o a la que apenas prestamos atención, o bien un televisor que emite para nadie en particular pero que funciona como una especie de fondo antisilencio. La televisión misma rara vez aprovecha la imagen cruda, como si desconfiara de ese sonido ambiental, la acompaña con fondos musicales o con comentarios que no hacen más que dificultar o perturbar la comprensión de esa imagen.
Sí, estamos poco habituados al silencio y cuando uno lo transita surge la incomodidad del otro que indaga si uno está aburrido, si le pasa algo. Es curioso, el silencio es hoy sinónimo de aburrimiento y no un lugar de paz, de tranquilidad, de meditación. Es un lugar incómodo, al que le tememos. Lo palpamos este verano cuando los cortes de energía nos dejaban inermes ante nosotros mismos, y más allá de una vela o una luz de emergencia, lo que nos inquietaba no era tanto la oscuridad sino la ausencia de ruidos. ¿Qué tapan estos sonidos? ¿Qué fantasmas vuelven o nos visitan cuando estamos en silencio? Preguntas lector, lectora que quizás vos puedas responder.
“El silenciero” es una de las grandes novelas del mendocino Antonio Di Benedetto, en ella su protagonista está obsesionado por el silencio, aún el doméstico y hace cualquier cosa por suprimir los ruidos. No es esa la obsesión de esta columna; sino simplemente llamar la atención sobre lo poco que reparamos en el silencio, y quizás acercarnos nuevamente a repensar—con otro sentido, por supuesto—aquella vieja frase hospitalaria: “el silencio es salud”.

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